domingo, 27 de julio de 2014

Skins. 'Roma' (Parte IV).


Siete años más tarde.


Cada vez que echaba la vista atrás, Emily se preguntaba qué hubiese pasado si Naomi nunca hubiera tratado de alejarse tan desesperadamente de ella. Qué hubiese pasado si, después de aquel beso que compartieron en aquella fiesta, hubiesen empezado a salir. Alguna vez se lo había comentado a Naomi, y ella siempre respondía lo mismo. Incluso ese día, cuando la había mirado en la cama del hospital, acariciando sus mejillas frías y blancas como el hielo, Naomi había mantenido su respuesta.
-      Todos los caminos llevan a Roma, Ems.
Y Naomi siempre había sido su Roma. Sin embargo, hacía meses que todo lo que Emily sentía era miedo. Cuando Naomi se fuese, Emily sabía que no sería capaz de salir adelante. En cada momento de su vida, desde que tenía doce años, Naomi Campbell había estado presente. Ya fuesen miradas, un par de palabras, un beso, una caricia. Si todos los caminos habían llevado a Roma, ¿cómo iba a salir Emily de Roma?
Emily removió el café con la cucharilla de plástico que le habían dado. Llevaba semanas enteras alimentándose a base de comida sin sabor y café amargo de hospital, tratando de mantenerse despierta para no perderse ni un segundo del resto de la vida de Naomi. Había visto cómo empeoraba a una velocidad de vértigo, pero Naoms se esforzaba por mantenerse feliz, por hacer feliz a Emily mientras pudiera, y eso se notaba en cada sonrisa cansada que le dedicaba.
-      ¿Ems?
Emily levantó la cabeza del café, con cansancio. Tony Stonem estaba junto a ella, con el jersey arrugado y el pelo revuelto. El hombre estaba serio, con arrugas alrededor de los ojos. Que Tony estuviese a su lado era como tener a Effy. El chico era el mensajero entre ambas, además de ser el que estaba intentando que Effy saliese de la cárcel cuando Naomi… cuando todo acabase. Emily se levantó, rozando el vaso de café con la mano.
-      No, Tony…
-      No, no, tranquila – Tony se sentó junto a ella, pasándose una mano por el pelo.
Emily se sentó de nuevo, dándole un sorbo al café. Odiaba sentirse así, tan asustada, sintiendo cómo su corazón cambiaba su ritmo a cada segundo.
-      ¿Cómo está Eff? – preguntó, mirando los ojos azules de Tony.
El hombre se frotó las muñecas.
-      Ella está bien. Ya sabes cómo es, lo único que le preocupa ahora mismo es Naomi.
Emily tragó saliva, sintiendo el regusto del café en la lengua.
-      ¿Va a poder salir?
Tony clavó la mirada en la mesa, con el semblante tan serio que parecía dibujado e inamovible.
-      En principio, no habría ningún problema.
Emily asintió, bebiendo de nuevo. Para salir de Roma, iba a necesitar a todos sus amigos, a todas las personas que le tenían cariño. Sabía que tendría a Cook*, a Effy cuando saliese de la cárcel, incluso a Tony y a Dominic, un nuevo amigo de Naomi que se había escapado de la mierda de Effy porque ella lo había querido así. Había avisado a su hermana, Katie, que estaba arreglándolo todo para que le concediesen un par de meses en su trabajo por ‘asuntos personales’ para estar con ella. Sin embargo, Emily no podía evitar pensar que todo eso no era suficiente. Que no iba a poder salir adelante, que se iba a quedar estancada en el momento en que la perdiese igual que se había quedado estancada en el momento en que Naomi le dijo que se alejase de ella, siete años atrás.
-      Me voy con ella.
Tony asintió, sacándose el móvil del bolsillo.
-      Estoy aquí, si me necesitas.
Emily cogió el café a medio beber y subió al ascensor, con la mirada clavada en el líquido caliente y marrón. Cuando ya tenía la esperanza de subir sola, únicamente acompañada por el humo del café, una mujer de mediana edad atravesó las puertas un segundo antes de que estas se cerrasen.
-      Hola – saludó la mujer, con la voz ronca.
Emily se fijó en sus manos. Tenía los dedos largos alrededor de un vaso de café semivacío, inquietos y temblorosos. Se recordaba a sí misma, asustada, con el corazón en la boca.
Después de casi dos meses en el hospital, Emily había visto que los familiares de los pacientes contaban sus penas a otros familiares para sentirse apoyados. En ocasiones, era mejor contarle lo que estaba pasando por su cabeza a un completo desconocido.
-      ¿Hermana terminal? – preguntó la mujer, mirándola.
Emily clavó la mirada en la mujer. Tenia los ojos empañados, con ojeras azuladas alrededor de sus ojos, tan profundas que parecían dos agujeros negros en su cara blanca de labios secos.
-      Novia – respondió Emily, en apenas un susurro.
-      Hijo – continuó la mujer, bebiendo con esfuerzo.
-      Lo siento.
La mujer asintió. Emily removió el café, mirando los números cambiar a medida que subían.
-      Buena suerte – musitó la mujer, saliendo en cuanto las puertas se abrieron.
Emily bajó la mirada al suelo. Aquella desconocida no se había burlado de ella. Ese ‘buena suerte’ no quería decir ‘sé que tu novia está terminal y que todo es una mierda, pero ojalá se cure’. Era un ‘buena suerte’ para ella. Era un ‘ojalá salgas adelante’. Era un ‘ojalá tengas la suficiente fuerza para salir a flote’.
La chica salió del ascensor, sintiendo el café enfriarse en su mano. Podría recorrerse el camino con los ojos cerrados, pero llevaba demasiado tiempo sin cerrarlos. Empezaba a preguntarse si, después de que todo acabara, seguiría recorriendo ese camino una y otra vez.
El día que conoció a Naomi habían recorrido uno de los caminos más largos desde el colegio hasta la calle de la familia Fitch. Durante tres años, Emily había caminado por esas calles, una y otra vez, parándose en los mismos lugares sin apenas darse cuenta. ¿Sería igual esa vez?
Emily abrió la puerta. Naomi estaba tumbada en la cama, con un libro en una de sus manos. Tironeaba de los tubos de la cánula con suavidad, enrollándoselos en uno de los dedos de la mano libre. A Emily le parecía un pajarillo, tan delgada que podía adivinar la forma de los huesos bajo la piel. Las clavículas, tan pronunciadas que parecía que iban a perforar la carne y salir al exterior. Los pómulos afilados. Los labios tan delgados que parecían dibujados. Emily forzó una sonrisa y se sentó a su lado.
-      ¿Qué estás leyendo?
Naomi se giró con cansancio, dejando el libro sobre su pecho.
-      Las ventajas de ser marginado – respondió, respirando con dificultad.
Emily soltó una risotada.
-      ‘Marginado’. Qué deprimente.
-      Al contrario – continuó Naomi, levantando una mano casi traslúcida para rascarse la nariz -. Es feliz. Por ahora, al menos.
Emily observó su perfil mientras leía. A pesar de su delgadez y del pelo que había perdido con la quimio, Naomi seguía pareciendo la misma chica a la que había besado siete años antes.
-      Ems – gruñó Naomi, sin apartar la mirada del libro.
-      ¿Hmm?
-      ¿Por qué me estás mirando?
Emily alargó una mano hacia el rostro de la chica, frío y blanco. Pasó un dedo, casi tan raquítico como Naomi, por los labios de su novia, con una tranquilidad y una suavidad infinita.
-      Porque te amo.
Naomi se giró con una sonrisa en los labios bajo la cánula.
-      Lo sé. Yo también te amo.
Emily sentía sus ojos llenarse de lágrimas, pero se había prometido no llorar delante de ella. Sin embargo, ¿cuántos más ‘te amo’ les faltaban? ¿Cuánto más tiempo?
Ojalá pudiese volver a México. A Goa, de nuevo, para revivir el mejor verano de su vida. A aquel día nevado en el que Emily, atraída por su extraño nombre famoso, se había atrevido a hablarla, ignorando a su hermana.
-      ¿Te acuerdas de Nick Winston?
Emily levantó la cabeza para mirarla a los ojos, de un azul tan pálido que no parecían suyos. Emily asintió.
-      Él nunca fue tú, Ems.
Emily sonrió.
-      Obviamente – bufó, apartándose el pelo de la cara -. Él tenía polla.
Naomi hizo un esfuerzo por reír, pero lo único que consiguió fue una profunda tos saliendo desde su garganta, abriéndose paso a arañazos. Emily alargó la mano con rapidez hacia el cubo que siempre tenían debajo de la cama, irguiéndose nerviosa.
-      ¿Naoms?
Naomi hizo ademán de vomitar, inclinándose sobre el cubo, pero lo único que salió de su boca fue un hilo de saliva. La chica se dejó caer sobre la almohada, cerrando los ojos.
-      Lo siento.
Emily dejó el cubo en la mesilla, besando a su novia en la frente sudorosa.
-      Pero ya sabes a lo que me refería, Ems.
Naomi abrió los ojos con dificultad como si sus párpados ejerciesen una fuerza sobrehumana. Cogió la mano de Emily entre sus dedos huesudos y blancos como la cera, con las uñas mordidas y descuidadas.
-      Él… él fue mi escape, ¿sabes? Nunca estaba realmente allí cuando estaba con él.
-      ¿Y dónde estabas, Naomi?
-      Fuera. Donde nevaba. Contigo.
Emily levantó la cabeza. A través del cristal de la ventana distinguía los copos de nieve caer, grandes como el puño de un bebé. Y tuvo una idea. Sabía que lo que estaba pensando estaba prohibido, pero tenía que hacerlo. Por Naomi, por ellas, por recuperar el tiempo que habían perdido evitándose.
-      Vamos.
Fue Emily la que la ayudó a sentarse en la silla de ruedas. Fue ella la que colocó el abrigo sobre sus hombros y la manta alrededor de sus rodillas. Fue Emily la que arrastró ella sola el gotero y la silla por los pasillos del hospital, esquivando médicos que se preguntaban dónde iban aquellas chicas, casi corriendo.
Fue Emily la que le devolvió aquel primer día.
Hacía frío fuera, pero nevaba. Y eso era todo cuanto ambas necesitaban.
Naomi alzó la mirada, dejando que los copos más pequeños cayesen sobre  su rostro. Emily la miró, sonriendo. Sabía que, no importaba cuanto tiempo pasase, esa escena era la más hermosa que había visto en toda su vida.
Naomi abrió los ojos, mirándola desde abajo.
-      ¿Puedes agacharte?
Emily obedeció, colocándose de cuclillas junto a ella. Naomi la miró con un amor reflejado en sus ojos tan intenso que casi dolía y alargó la mano hacia su rostro, pasando las yemas de los dedos por sus párpados.
-      ¿Naoms?
-      Lo siento – dijo, bajando la mirada -. Tenías copos en las pestañas.
Emily cerró los ojos y se inclinó, depositando los labios sobre los de su novia, con la mano puesta en su nuca.
Y sí, volvieron. Volvieron al primer día, a Bristol, a la fiesta de Nick Winston. Volvieron a México, a las fiesta en la que Emily le dijo a Katie que la amaba. Volvieron a aquella primera vez en el lago. Volvieron al cobertizo de Freddie, y a ese ‘te amo tanto que me está matando’. Volvieron a las primeras fotografías. Volvieron al piso que compartían con Effy. A la primera visita a Nueva York. Volvieron a cada momento, a las primeras veces.
Y seguía nevando a su alrededor.



Las ventajas de ser un marginado. 'Love Always'.


Querido amigo:

La vida da muchas vueltas. Es algo que he podido comprobar a lo largo de mis años, numerosas veces, como un eterno patrón repetitivo. Recuerdo que alguien una vez me comparó la vida con una rueda, y en ese momento pensé que se estaba burlando de mí, pero ahora me doy cuenta de que es verdad. Tenía razón. Pisamos sobre ya pisado, rozamos los mismos baches una y otra vez, pero ese es el encanto de estar vivo, el encanto de ser humano. Equivocarse y creer aprender hasta que te equivocas de nuevo.
Sí, la vida da muchas vueltas. Un día vas en la parte de atrás de una furgoneta, escuchando una canción que te parece perfecta para un momento perfecto, y, aunque sientes que te queda toda la vida por delante, podrías quedarte en ese segundo para siempre, durante un tiempo eterno, infinito. Y, casi veinte años después, escuchas la misma canción mientras conduces tu coche nuevo, con la máquina de escribir apoyada en el asiento vacío del copiloto, y te das cuenta de que ha pasado el tiempo y tú, al igual que el resto de tu vida, has cambiado, aunque ese chico, infinito adolescente, creyó que seguiría siendo el mismo durante mucho tiempo.
Cumplí mi sueño. Escribí. He escrito varios libros durante estos años, libros en los que no solo podía meterme en la piel del personaje, sino que era el personaje. Yo lo manejaba. Yo decidía sus decisiones. He descubierto que un escritor no es el que escribe, sino el que te lleva en un descapotable de páginas llenas de tinta a mundos en los que los niños corren descalzos por calles empedradas o jóvenes trovadores cantan bajo la ventana de doncellas en busca de amor. El escritor no es el que escribe, sino el que crea. Cualquiera puede escribir, pero no cualquiera puede ser escritor. Espero serlo yo. Y espero que leer que escribo te haga sentir tan orgulloso como yo lo estoy de mí mismo.
Nunca pensé que llegaría a estar tan orgulloso de mí que podría explotar y todo lo que saldría de mí sería eso, orgullo, satisfacción, alegría. Pero lo estoy. Lo estoy de verdad.
¿Por qué escribo de nuevo?
En mi última carta te dije que no podía decidir de dónde venía, pero sí hacia dónde quería ir. Y lo sabía. En ese momento sabía que quería salir, correr, vivir, montarme en la parte de atrás de furgonetas y gritar lo infinito que me sentía. Quería amar. Pero todo eso no es un lugar. Me recuerdo confuso. Amé, viví. Me gradué con unas notas que sorprendieron, a mí el primero, y después a mis padres. Sam venía a visitarme casi cada fin de semana, con locas historias sobre su vida de universitaria, y yo escuché todas y cada una de sus palabras. Continuamos siendo amigos. Patrick, Sam y yo. No me avergüenza decir que mi último año de instituto fue peor que el año que conocí a Sam y a Patrick. Las fiestas, el alcohol, las drogas. Las chicas. Y me arrepiento de muchas de las cosas que hice entonces.
He oído a mucha gente decir que debes vivir tu vida sin arrepentirte de nada de lo que has hecho en el pasado, pero eso es una tontería. Arrepentirse es humano. ¿Dónde está sino el aprendizaje? ¿Dónde queda? Arrepentirse es sano, tanto como una de esas infinitas dietas saludables que mi hermana sigue haciendo. Así que sí, me arrepiento de muchas de las cosas que hice con dieciocho años. Y con dieciséis. Y con quince. Pero durante esos años también viví algunas de las mejores experiencias de m vida. Y esas no las cambio.
La vida no se detiene, sigue su curso, pero los recuerdos permanecen, y quizá sean lo único que nos ancla a quiénes éramos. Una vez que creces, que pasas las treintena, miras atrás y te preguntas dónde quedó el niño que disfrutaba con las cosas más nimias. Dónde está. Por qué ya no disfrutas leyendo los libros que leías entonces, por qué ya no te ilusionas igual. Y te da pena y lástima de ti mismo, pero qué más da, estás madurando. Eres adulto y sientes pasión por otras cosas. Pero no es comparable, y es una lástima.
Pero un día, repito, escuchas una canción. La primera nota. Y un escalofrío te recorre el cuerpo. Y de repente, ya no llevas traje y corbata. No acabas de regresar de una entrevista con una editorial que está barajando publicar tu próximo libro. No tienes barba en las mejillas y las primeras arrugas alrededor de los ojos. Un anillo no adorna tu dedo.
De repente, vuelves a tener quince años y acabas de beber tu primera copa. Vuelves a tener quince años y sientes la brisa en tu cara suave, el aire nocturno azotarte la cara. Subes el volumen de la música y las notas llenan el coche, salvo que ya no estás en ese coche, sino años atrás, en una furgoneta azul, gritando.
Quizá ese recuerdo fuese la razón por la que cogí papel y bolígrafo y empecé a escribirte de nuevo. Y me gustaría contártelo todo. Contarte cómo está Sam, cómo está Patrick. Mi antiguo profesor, Bill. Me gustaría, de verdad. Y también me gustaría hablarte de mí. De cómo estoy. Y de cómo las cosas, al final, acabaron bien para todos.
Fui al psicólogo el resto de años del instituto, hasta que comprendí dónde estaba mi problema. No le guardo rencor a mi tía Helen, incluso después de entender lo que me hacía. Nunca la imaginé como alguien malvado, o alguien que buscaba aprovecharse del niño que era. Simplemente, creo que ella tuvo muy mala suerte en la vida. No era una mala persona, sino una buena persona a la que la vida había golpeado y le había hecho confundir cosas, entre ellas el cariño que me tenía con algo más. No voy a decir que ahora, con más de treinta años, entienda lo que hizo. Pero al menos, no la castigo.
En cuanto me gradué, empecé a escribir con la máquina que Sam y Patrick me habían regalado. Tocar las teclas, sentir mis historias fluir más allá de mis dedos, verlas recogidas en un papel, me hacía sentir completo. Así que, cuando acabé mi primer libro, no podía creérmelo. Tenía ahí, en mis manos, mi historia. Mis personajes. Yo mismo reflejado en esas letras. Yo era esa tinta.
Sam leyó mi primer borrador. Creo que le gustó, porque me instó a no dejar de escribir. Todo lo que Sam me decía eran halagos, tantos que dejé de creérmelos.
Es algo extraño. Un halago siempre está bien. A todo el mundo le gusta que le digan que está especialmente guapo o que escribe especialmente bien. El problema está en el momento en el que una persona te repite algo siempre. Empiezas a creer que es subjetivo, que es solo su opinión. Que para el resto, eres invisible. Empiezas a creer que lo que esa persona te dice es una completa mentira. Y no te lo crees. Incluso cuando otra persona te dice exactamente lo mismo. Para ti, esa construcción de frases aparece en tu mente rodeado con un gran círculo rojo que chilla ‘mentira’.
Eso me pasó con Sam. Me repetía constantemente que escribía tan bien que le había hecho llorar, que tenía un don. Pero nunca llegué a creérmelo. Quizá pensaba que Sam solo quería contentarme y no destruir mis sueños. Desconfié de su palabra. Así que le envié el manuscrito a Bill, que vivía en Nueva York con su novia.
La respuesta de Bill: ‘es maravilloso, Charlie. No sé si alguna editorial verá lo bueno que es o lo descartarán por no ser de su gusto, pero no dejes que eso te derrumbe. Es muy bueno. Es intenso. Y lo mejor es que se nota que es tuyo, porque formas parte de él. Nunca dejes de escribir, Charlie. Eres las historias que creas’.
Cuando dos opiniones te dicen lo mismo, empiezas a preguntarte si es cierto lo que dicen, pero sigue sin parecerte suficiente. Hay millones de personas en el mundo; dos de ellas pueden pensar igual, pero queda el resto del planeta que puede tener una opinión completamente distinta. Así que le envié mi libro a Patrick, a mi hermana, a mi hermano y a la novia de mi hermano. Todos me dijeron que era maravilloso.
Así que ignoré mi lógica pesimista y, sobre la crítica de seis de mis conocidos, envié el libro a siete editoriales distintas.
Ninguna de ellas lo aceptó.
No sé si alguna vez te has sentido así. Poner todas tus esperanzas en algo que crees que es maravilloso, que crees que es perfecto, tu mayor logro, y de repente estamparte contra una pared que te dice las tres palabras fatales: ‘NO. ES. SUFICIENTE’.
Yo llevaba la opinión de seis personas, más la mía propia. Sabía que era bueno. Bill había leído cosas maravillosas. Yo mismo he leído cosas maravillosas. Y mi libro no era una obra maestra, pero era bueno. Como comprenderás, el golpe fue destructivo.
Me negué a seguir escribiendo, a pesar de lo que todos de decían. Guardé mi máquina de escribir bajo cajas de zapatos, dejándola a merced del polvo.
Pero una visita de Sam lo cambió todo. Sacó la máquina del armario y la colocó sobre mis rodillas.
‘Escribe’, me pidió.
Me negué.
‘Escribe, Charlie’.
No.
‘ESCRIBE’.
Colocó mis dedos sobre las teclas de la máquina y presionó.
‘Eres mi mejor amigo’, escribimos. ‘Te quiero, y sé que eres bueno. Escribe’.
Me giré y la miré a los ojos, esos ojos que siempre me habían parecido preciosos. Supe que estaba siendo sincera. Supe que todo lo que me decía era cierto. Supe que solo tenía que apartar sus manos y dejar que mis dedos hiciesen el resto.
Así que escribí sobre sus ojos. Dos enormes lagunas de agua cristalina que el viento azotaba cuando reía. Dos estanques en calma cuando leía. Y dos trozos de océano en los cuáles se reflejaba la luna cuando escuchaba su canción favorita. Escribí sobre sus ojos, bajo su atenta mirada. No sé cómo eran sus ojos en aquel momento, pero no dejé de escribir.
Y se lo agradezco, veinte años más tarde.
Estoy casado. Y no es con Sam. Cada uno de nosotros hemos hecho nuestra vida por separado, pero seguimos siendo amigos. Mejores amigos. Seguimos quedando para tomar agrios cafés en el mismo sitio de siempre. Seguimos hablando casi diariamente. Los tres. Sam, Patrick y yo.
Cuando cumplí los veinticinco años, Sam y Patrick me hicieron una fiesta sorpresa en el sótano de la casa de los padres de Sam y Patrick. Ese sótano en el que tantas cosas viví. Fueron ellos los que se encargaron de todo, y les doy las gracias. Esa noche conocí a la que sería la mujer de mi vida y con la que compartiría algunos de los momentos más hermosos de toda ella. Su nombre es Alison y es preciosa. Ama leer. Ama leer mis historias. Podría hablar con ella durante horas y nunca cansarme de su voz, porque siempre es diferente su manera de contar las cosas. Sus rasgos cambian. Muchas veces se lo he dicho. Habla con la cara más que con la boca, y a mí me parece hermoso. Ella me dio mis primeras veces, y lo considero un regalo. Adora a mis amigos, adora a mi familia, y es recíproco. Y eso para mí es lo más importante.
Así que aquí estoy. Si tuviese que contarte toda mi vida, los veinte años que han pasado, te enviaría un manuscrito enorme. Pero todos hemos crecido, todos tenemos cosas más importantes por las que preocuparnos. Y está bien. Pero también es genial volver a tener quince años, y así es como me siento escribiendo ahora. No es la misma casa, no es la misma habitación y no es la misma mesa. Pero sigo siendo yo, y espero que tú sigas siendo tú.
No sé si alguna vez te llegaron mis cartas. Y tampoco sé si esta te llegará. De verdad espero que sí. Escribir me hace sentir bien, y mejor saber que alguien te lee. Pero escribir a alguien es diferente. Es querer llegar a un corazón en especial, es querer ahondar en una única persona. Y es mucho más difícil, pero el resultado es mucho más satisfactorio. Por eso espero que me leas.
Solo quiero que sepas que todo va bien. He vivido y sigo viviendo. He amado y sigo amando. He aprendido y sigo aprendiendo. Y no he olvidado el pasado. Sigue aquí, en mi cabeza. Y en las innumerables cartas que te envié. Quiero que sepas que mi cabeza está bien, que yo estoy bien, que todos estamos bien. Sam está preciosa, más cada día. Me gustaría que la vieses. Lleva el pelo más corto y viste más adulta, pero sigue siendo la misma Sam. Alocada, dispuesta a todo. Creo que es la única de todos que ha crecido por fuera pero no por dentro. Patrick trabaja en una agencia matrimonial y es experto en bodas gays. Por cierto, ahora tiene una relación mucho más seria con un chico que conoció en la universidad, que no se avergüenza de él y que le quiere. Y a mí me vale. Mi hermana ha tenido dos gemelos que son tan diferentes entre sí que asusta, pero es feliz. A veces, piensa en aquella vez que abortó y se arrepiente de haberlo hecho, pero como he dicho, somos humanos, y arrepentirse es parte del camino. Y mi hermana lo sabe. Ahora es feliz, y eso es fantástico. En cuanto a mi hermano, es una estrella del fútbol. Lleva ya sus años con la misma novia que ha tenido siempre y vive una vida modesta llena de pequeños caprichos. Como el coche nuevo que le acaba de regalar a su hermano pequeño.
Bill escribe críticas literarias en el New York Times. Alguna vez ha escrito algo sobre mis libros, y siempre le agradezco sus buenas palabras. No deja de ser mi profesor, mi maestro y un segundo padre para mí.
En cuanto a mí, bueno. Tengo una casa pequeña en la misma ciudad en la que nací. Me dedico a escribir y eso me hace feliz y hace feliz a mi familia. Alguien me dijo una vez que los libros no dan de comer, pero a mí y a los míos sí, y es maravilloso poder vivir de tu sueño. Alison es todo lo que podría desear, y no puedo pensar en una vida mejor que la que tengo ahora. Con todos los errores y arrepentimientos del pasado. Con todo lo que me queda por vivir. Con los días malos, con los días buenos.
Ahora te escribo como si estuviese escribiendo mi próximo libro, pero eres real. Tú no eres solo el personaje precioso y perfecto de un libro. No eres solo un ‘querido amigo’ escrito al principio de unas cartas, ni letras sobre el papel. No eres solo una creación. Eres un conjunto de personas, esparcidas por todo el mundo, que son como tú, como yo. Que se sienten perdidos, que desconocen y aprenden cosas, que sufren, que se enamoran, que tienen amigos, que los pierden, que se sienten marginados o que forman parte de algo. Eres todas esas personas.
Lo sabes todo de mí y yo no sé nada de ti aparte de tu dirección, que no sé si sigue siendo la tuya, pero eres más que eso. No sé si has llegado al final de esta carta o si la has tirado a la mitad. No sé siquiera si has llegado a leerla. En cualquier caso, está bien. Existes, eres real. Compartimos pasado y papel.
Espero que tu vida haya sido maravillosa. De verdad espero que así sea. Espero que hayas vivido, amado, leído, escrito, equivocado y aprendido, y que sigas haciéndolo. Espero que seas feliz. No puedo decirte que hagas que tu vida sea maravillosa, vacía de arrepentimientos, porque todos los tenemos. Quien dijo eso, no tenía ni idea de vivir. Pero sí puedo decirte algo.
No sé si leerás esta carta. Pero algún día, cuando escuches esa canción que escuchabas de adolescente, cuando visites alguno de esos lugares en lo que te gustaba relajarte, cuando pises el suelo de tu antiguo instituto, no continúes. Para un segundo y trae de vuelta a la persona que eras entonces. Deja que se extienda por tu cuerpo, por tus dedos. Deja que te llene. No dejes que el niño que fuiste se marche del todo. Así, cuando ese segundo pase y vuelvas a ser tú, sonrías, eches la mirada atrás y te des cuenta de que tu vida, con sus más y sus menos, ha sido increíble.
Y una cosa más: SÉ INFINITO.
Con cariño siempre,
Charlie.