viernes, 2 de mayo de 2014

Epílogo. 'El niño de ojos verdes'.


Doce años después.


Johanna Mason caminaba por la orilla, con los pies descalzos sobre la arena mojada. Acostumbrarse a la vida en el distrito 4 había sido más fácil de lo que había esperado en un principio. Al menos, en aquel lugar lleno de playas y olor a sal, había encontrado algo que nunca había tenido.
Ver crecer a Neel había sido una de las cosas más preciosas que había tenido la oportunidad de ver. Estar ahí cuando empezó a andar, cuando dijo su primera palabra, cuando empezó a poner la casa patas arriba. Cada vez que lo miraba a los ojos, no podía dejar de ver a su amigo ahí dentro, y se imaginaba lo diferente que sería si él hubiese estado ahí. Lo diferente que serían todos.
Los recuerdos no se habían ido, ni se irían nunca. Johanna andaba todos los días por la orilla para recordarse que el agua no hacía daño, que no volvería a aquellas celdas, pero aún no se atrevía a meterse en el mar. Quizá por ello, sus duchas duraban menos de cinco minutos también. Ese miedo no la abandonaría nunca.
Johanna se puso las zapatillas y regresó a la Aldea de los Vencedores. El sol empezaba a ascender en el cielo, tornándolo de un naranja claro. Los rayos de sol incidían directamente sobre su piel morena. Se miró las manos mientras caminaba, unas manos callosas que habían perdido toda su delicadez. Y no le importaba. Eran las manos de una mujer que se ganaba la vida en un lugar en el que nadie la juzgaba por quién había sido o lo que había hecho.
Obviamente, tampoco había olvidado los Juegos del Hambre. Dudaba que alguno de los vencedores vivos lo hiciese en algún momento de su vida. Esos crueles momentos se grabarían a fuego en sus mentes. Johanna nunca dejaría atrás aquella niña que fue, ni olvidaría cómo su hacha se clavó en el pecho de aquel chico para lograr salir de la Arena. Y no se sentía orgullosa de haberlo hecho, pero sí de haber sobrevivido después. Para ella, esa había sido la parte más dura.
Atravesó las verjas de la Aldea. Annie estaría en casa, probablemente tejiendo alguna red. Hacía años que había empezado a dedicarse a eso. Al parecer, era lo que hacía antes de volverse loca. Sus dedos recordaban exactamente el patrón, moviéndose con agilidad, trenzando las hebras doradas. De vez en cuando, se sentaba en la mesa del comedor y escribía, escribía tanto que más de una vez Neel y ella la habían visto dormida sobre un manojo de hojas encima de la mesa. Pero era temprano. Seguro que ya estaba tejiendo.
Neel, por su parte, seguiría dormido. Ese pececillo dormía mucho más que Finnick. Johanna sonrió. Era increíble lo mucho que se parecían. Una vez, cuando el niño tenía alrededor de cinco años, el distrito 4 había organizado en el colegio un festival para celebrar el Día de la Liberación. Los niños tenían que ir disfrazados y, cómo no, Margaret había comprado para Neel un traje de pez. Johanna probablemente habría pensado lo ridículo que era el disfraz antes de vérselo puesto, pero cuando el niño apareció por la puerta, con sus piernecitas cortas y las escamas del traje reflejando la luz del sol, dándole a su piel tonalidades multicolores, vio a Finnick, con un puñado de azucarillos en las manos. El chico reía.
¿Insinúas que tengo cara de pez, Mason?
Incluso estando en un lugar en el que ninguno podía alcanzarlo, Finnick Odair estaba más presente de lo que creían.
Johanna se rascó la cabeza mientras subía las escaleras de su casa. Ese día no tendría trabajo. Había vendido muy rápido toda la madera de esa semana, así que no tendría que salir más hasta la semana siguiente. Podía quedarse en casa. Podía ayudar a Annie a tejer una red. O dormir, simplemente. Había sido difícil volver a dormir sin ayuda de la morflina, que le daba noches tranquilas sin sueños. Sueños blancos, así los llamaba Annie. Pero lo había logrado, como había logrado todo lo que se había propuesto.
Justo cuando estaba sacando la llave para entrar en casa, la puerta se abrió. Neel estaba en el umbral, con los ojos verdes entrecerrados. Tenía catorce años, la misma edad con la que ella había visto a Finnick por primera vez en televisión, y nadie podría atreverse a negar que aquel niño era hijo suyo. Quizá no tenía su nariz, o su pelo fuese oscuro en lugar de cobrizo, y puede que la forma de la mandíbula no fuese tan dura como la de su padre. Pero era su viva imagen. Ojos verdes, labios llenos, hombros anchos. El chico la miró, sorprendido, y salió corriendo.
-        ¡Neel! – gritó Johanna, corriendo tras él -. ¡Eh, dónde vas! ¡Odair!
Johanna lo vio adentrarse en una pequeña apertura en la roca y desaparecer. Annie nunca lo había llevado a su playa. ¿Desde cuándo sabía Neel su existencia? Maldiciendo, Johanna lo siguió.
El chico estaba sentado en la arena, frente al mar. Johanna lo observó de lejos. Tenía el pelo revuelto, los hombros caídos, y llevaba aún puesta la camiseta sin mangas del pijama. Se acercó silenciosamente y se sentó a su lado, sin apartar los ojos de él.
-        Quería estar solo – dijo.
Johanna observó que sostenía un cuaderno en las manos, ennegrecido por los años.
-        Lo veo un poco difícil estando yo aquí – añadió Johanna -. ¿Qué pasa?
-        Tía Jo…
-        Neel – El chico apartó la mirada -. Eh. Puedes contármelo todo. Lo sabes, Odair.
Neel se mordió el labio, pasándose una mano por el cuello. Estaba nervioso o preocupado. El muchacho tragó saliva.
-        Ayer – comenzó, con la voz ronca -, después de que Emer se fuese, subí al desván. Solo por curiosidad. Y descubrí…
Johanna se acarició un mechón de pelo, fingiendo despreocupación. Hacía siglos que nadie subía al desván. Era un lugar lleno de recuerdos del pasado. Neel levantó el cuaderno, pasándoselo. Johanna lo miró interrogante, levantando las cejas. Las tapas estaban sucias y había hojas sueltas, pero lo reconocía. No era la primera vez que lo veía.
Miró a Neel, entrecerrando los ojos, pero el chico seguía mirando el mar.
-        ¿Neel? – Johanna le golpeó suavemente el hombro -. Oye.
El chico se giró. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
-        Me contó qué eran los Juegos. Me contó qué pasó en la guerra. Me contó lo mal que lo pasó después de que mi padre muriese y siempre me habla de su historia – Neel se quitó las lágrimas con el dorso de la mano -. ¿Por qué no me habló de ella misma, Jo? ¿De todo eso?
Neel señaló el cuaderno. Annie nunca hablaba sobre sus Juegos, ni sobre lo que pasó después. Para ella, había un gran vacío desde que salió de los Juegos hasta que empezó a recuperarse. Dos años de los que nunca hablaba. Johanna la había ayudado a explicarle a Neel qué eran los Juegos del Hambre, quién había sido Finnick Odair y cómo había sido la Guerra del Capitolio. Le había contado incluso quién había sido Johanna Mason. No le iba a hablar de la tortura en el Capitolio a un niño de catorce años, pero sí le había contado cómo la habían conocido durante años. Pero Annie le había hecho prometer que no diría nada relacionado con ella. Y así lo había hecho durante años.
-        No… - Neel arrugó la nariz -. Todo lo que ha…
El chico dejó caer la cabeza. Johanna abrió el cuaderno por una página cualquiera y leyó.

Dexter dice que es bueno recordar. ¿Cómo va a ser esto bueno? Duele. Duele mucho. Cada recuerdo que he tenido ha sido malo. Mi madre. Kit. El muro y la ola. Desearía poder sacarme lo que hay dentro de mi cabeza y no volver a recordar. Ni a pensar. Sería bonito ser un pez.
Kit murió.
Lo mataron.
Le cortaron la cabeza con un hacha.
Y había sangre.

Pasó las hojas, llenas de tachones y letras de diferentes tamaños, como mensajes. Recuerdos dolorosos de los Juegos. De las pérdidas.

Escucho a la gente gritar.
Gritan por sus muertos
y por sus vivos
que pronto estarán muertos.
Gritan.
Gruñen.
Quieren venganza.
¿Para qué?
Por los muertos
que ya están muertos,
y por los vivos,
que lo estarán
si paran de gritar.


Cerró el cuaderno. Neel había empezado a llorar a su lado, con la cabeza entre las manos. Johanna soltó el diario sobre la Arena y le pasó un brazo por los hombros como  tantas veces había hecho cuando era niño.
-        Escúchame – dijo, en apenas un susurro -. Fue duro para todos. No la culpes por querer apartarte de ello.
Neel levantó la cabeza de nuevo, quitándose las lágrimas, y se giró para mirarla.
-        ¿Por qué fue más horrible para ella?
-        La Arena nos cambió a todos, Neel – susurró -. Nos obligó a llevar una vida que no queríamos. Pero para tu madre… A ella no la cambió. La transformó en otra persona.
Neel se agitó el pelo con la mano e inspiró, tratando de relajarse.
-        Hoy no se ha levantado – dijo el muchacho -. Estaba en la cama, mirando la foto. Hacía tiempo que no le pasaba.
Johanna clavó los ojos en el inmenso mar que tenía ante ella. Hacía meses que Annie no se sentía tan mal como para no salir de la cama. Las pesadillas de esa noche debían haber sido más fuertes. Johanna le cogió una mano al niño, poniéndole el cuaderno sobre las rodillas.
-        Ve y hazla sonreír un poco hoy. Lo necesita.
Neel sonrió, y se le marcaron los hoyuelos en las mejillas. Y allí, en aquella playa, a su lado, estaba Finnick, con la misma sonrisa, como si nunca se hubiese ido. Johanna agitó la cabeza, mirando el reflejo de su mejor amigo.
-        A lo mejor podrías disfrazarte de pez – sugirió.
El niño rió, golpeándole el brazo suavemente con el puño, y se mordió el labio, fingiendo una pose provocativa.
-        De pez payaso.
Johanna soltó una carcajada.
¿Insinúas que tengo cara de pez, Mason?
De pez payaso. Y ahora, lárgate…
Neel se puso en pie, sujetando el cuaderno firmemente con ambas manos. Johanna se levantó, sacudiéndose la arena de la ropa, y le dio una ligera colleja al chico en la nuca.
-        Vamos, pececillo.
Neel se introdujo en la apertura de la roca.
Annie estaba en su habitación, tumbada de espaldas a la puerta, con la mirada clavada en la foto de Finnick que tenía sobre la mesilla. Johanna y Neel la observaron desde el pasillo.
-        No puedo entrar – admitió el chico, lo suficientemente bajo como para que su madre no lo escuchase.
Johanna le puso una mano en el hombro.
-        Entra. Y sé un pez payaso como dios manda.
El chico frunció el ceño y entró en la habitación. Se tumbó en la cama, junto a su madre, que se giró para mirarlo. Annie le acarició la cara con las mejillas llenas de lágrimas que reflejaban la luz del sol, bebiendo del rostro de su hijo tanto como bebía del de Finnick. Johanna sintió un fuerte nudo en el estómago observándolos, como si fuese una intrusa. Era parte de la familia, pero ese momento era suyo. Annie acunó a su hijo entre los brazos y, de repente, el niño se puso a llorar, abrazado a la cintura de su madre. Annie le besó la cabeza, acariciándole el pelo oscuro y miró hacia la puerta, con los ojos brillantes. Johanna asintió, dedicándole una media sonrisa. Annie le sonrió al mismo tiempo que una lágrima caía por su mejilla. Johanna se apartó de la puerta, pero el nudo de su estómago era aún más fuerte. Se apoyó en la pared, respirando hondo y mordiéndose el labio. Sus ojos escocían, amenazando con hacerla llorar en cualquier momento. Johanna se apartó de la pared y bajó corriendo las escaleras. Atravesó la Aldea y volvió a la playa, a la playa de Annie, al único sitio de todo el distrito en el que sentía que Finnick no se había ido del todo. Se sentó en la arena, en el mismo sitio que había ocupado Neel.
El sol brillaba con fuerza en lo alto del cielo, reflejándose en el mar. Habían pasado catorce años desde la guerra. Catorce años sin la presencia de Finnick Odair, que era como un rayo de luz en sus vidas. Catorce años sin su mejor amigo, sin la única persona que se había preocupado por cuidarla. Catorce años sin la única persona que, sin saberlo, le había regalado lo que siempre le había hecho falta: una familia.
Dejó caer las lágrimas allí donde nadie podía verla. No se trataba de una cuestión de debilidad esconderse para llorar, ni la forma de demostrar que era fuerte por fuera y una ruina por dentro. Johanna estaba bien. Entera. Viva. Y era feliz como no lo había sido en mucho tiempo. Se escondía porque esas lágrimas eran solo para Finnick. Solo para él.
Recordaba el último día que lo había visto. Ella estaba en el hospital del distrito 13, enganchada a un tubo de morflina, luchando para mantenerse despierta. Finnick había ido a despedirse, aunque ella no imaginó que sería para siempre. Y probablemente, él tampoco lo supiera.
Si pretendes que te desee suerte, vas listo. Es injusto que tú vayas y yo no, había dicho, tratando de mantenerse despierta.
Finnick había sonreído, inclinándose para besarle la frente.
Volverás a verme, Jo. No voy a desaparecer tan fácilmente.
Y no lo había hecho.
Lo veía en el verde del mar. Lo veía en los rayos del sol. Lo veía en el Panem libre. Y lo veía en su hijo cada vez que el niño sonreía. No había desaparecido para nada.
Johanna se quitó la ropa y caminó hacia el mar. Inmenso, interminable. El agua le rozó los tobillos y miles de imágenes inundaron su mente. Y el dolor. Su piel empezó a escocer, pero se obligó a seguir. El agua le rodeó la cintura con sus fríos brazos. El pecho. El cuello. Johanna hundió la cabeza y abrió los ojos.
Y de repente, todo se esfumó. No existía el dolor fantasma en su piel, ni recuerdos de un pasado cruel en su mente. Solo calma. Salió a la superficie, tragando aire fresco. Lo había hecho. Estaba dentro del agua, sin miedo. Sin dolor, sin recuerdos. Se giró, maravillada, y enfocó la mirada en la playa.
Finnick volvía a estar allí, apenas un recuerdo, un espejismo, difuminado. Nunca se iría, por mucho que ahora pudiese parpadear y dejar de verlo. Porque estaba en esa playa. Estaba donde estuviese la gente que lo quería.
-        Aquí estoy, descerebrado. No voy a desaparecer tan fácilmente – susurró.
Cerró los ojos y se volvió a hundir.
Y allí, bajo el agua, pensó en Annie, que había conseguido ser feliz después de perder lo que más quería. Que había tenido un niño precioso que había sido un haz de luz en un futuro que se antojaba oscuro sin Finnick. Que había vuelto a sonreír.
Y ambas habían sobrevivido a esa ola que había arrasado sus vidas desde los mismos cimientos. Y estaban reconstruyéndose, y seguirían haciéndolo durante el resto de sus vidas. Porque de eso se trataba. De encontrar la calma. Calma bajo las olas.



From Duckling to you.

Y hasta aquí, ña. Si has llegado leyéndolo todo hasta aquí, quiero que sepas que te quiero incondicionalmente.
Un año y medio, que se dice pronto. Un año y medio en el que he disfrutado escribiendo, leyendo vuestros comentarios, emocionándome con cada ‘es increíble’ que me habéis puesto y dándole a estos personajes el protagonismo que se merecen.
Soy yo la primera sorprendida cuando veo que son 91 capítulos, la primera cosa que empiezo a escribir y consigo acabar. Cuando lo empecé, no esperaba pasar siquiera de los treinta, y ahora… Bueno, ya veis que no son treinta. ¿Por qué tan largo entonces? Finnick y Annie son dos de mis personajes literarios favoritos. Finnick sale más en el libro, es fácil amarlo, pero ¿Annie? Quizá gracias a ella empezó el fic. Me obsesioné con el personaje. Quería saber más sobre ella, sobre qué pasaba por su cabeza. Necesitaba saber más sobre ambos, así que empecé a imaginar cómo se conocieron, cómo crecieron. Puede que lo que yo imaginé para ellos sea distinto a lo que podáis imaginar vosotros, pero en mi cabeza, ya no concibo otra historia que esta. No quería darles un final mediocre, un final hecho sin pensarlo detenidamente. Quería cerrar bien la historia, quería imaginar que Annie podía volver a ser feliz otra vez. Y eso no podía hacerlo en mis treinta iniciales capítulos de ‘Calma Bajo las Olas’, así que, cuando solo llevaba diez escritos, me di cuenta de que iba a necesitar más, muuuuuuchos más.
¿El porqué del título? Nunca pensé en ponerle un título. Pero entonces, un día, escuche una canción llamada así y me recordó tanto a ellos que… Ahí se quedó.
Me da pena acabarlo, tengo que admitirlo, por todo lo que me ha dado. He conocido gente increíble a través de esto, y he descubierto que puedo emocionar a través de las historias, que es lo que me gustaría hacer en un futuro. No es por sonar cruel, pero cada vez que me habéis dicho que llorábais, o que os había destrozado, o que estábais emocionados, o tan enganchados que no podíais dejar de leer, mi cara era todo sonrisa, porque eso es lo que quería conseguir con esto. Causar, aunque sea, un mínimo de emoción en alguien. Me da pena acabarlo por todo lo que vosotros me habéis dado. Sí, vosotros. Puede que suene a tópico barato, lo que queráis, y sé que lo he repetido hasta la saciedad, pero no os hacéis a la idea de lo que esto significaba y significa para mí. Me faltaría tiempo para agradeceros a todos y cada uno de los que habéis leído esto, aunque solo haya sido un capítulo. En serio, me faltarían vidas. Quiero que todos los que alguna vez hayáis abierto este blog os sintáis dentro de un gigantesco GRACIAS. Por los comentarios anónimos o firmados, por los MD y tweets en Twitter, que han sido… Inexplicable la sensación que me dejábais. Gracias por todo, de verdad.
Sin embargo, hay un grupito de mujeres que me han dado tanto que tengo que hacer una mención especial.
Empezando por Suzanne Collins, por crear esta magnífica historia y, sobre todo, esta pareja, que me ha hecho vivir la historia como si estuviese dentro de ella. A Tulipau, primero, por su fantamaravilloso Renegade (si no lo habéis leído, no sé qué esperáis. GO, READ, NOW  http://fou-renegades.blogspot.com.es/) que mejoraba mis lunes, pero sobre todo, los comentarios que siempre me animaban a seguir la historia y a seguir escribiendo. A Chispis, que me ha estado apoyando siempre desde el otro lado del océano y que nunca ha querido perderse ni un solo capítulo. A Val, que no solo no ha parado de repetirme lo mucho que le gusta el fic y de emocionarme con cada cosa que me escribe. A Shen (Cuchara escritora en potencia, y, si no os lo creéis, repito, LEED, NOW  http://you-win-or-you-die.blogspot.com.es/) que era la primera en estar atenta por si subía un capiduck, fuese la hora que fuese o el día que fuese, que pidió hasta la saciedad un capifuck, que comentaba cada capítulo de la manera más mejor (‘más mejor’, porque puedo) y que ha estado ahí, diciéndome que debía seguir escribiendo. Y, cómo no, a L, la primera lectora del blog, que ya desde el principio me dio apoyo para seguir con esto, que no deja de decirme que escriba algo mío ya, que siempre me contaba teorías sobre el curso del fic que no distaban mucho de lo que yo planeaba, y que tenía instintos homicidas cuando me daba por ser cruel. Y a estas cinco perrillas, en general, por considerarse ‘Fireducks’, que eso para mí ya es demasiado increíble.
A Tania (@taniatienzate), @camthebroken, @LeyendOfNat_, @TwoLionsOneBow, Nicole… por ser tan absolutamente ñas y adorables y todo. Gracias por esos comentarios, en serio. Y bueno, me gustaría poder nombraros a todos y cada uno de vosotros, seguidores y anónimos. Todos habéis construido este fic, y probablemente no hubiese llegado hasta este epílogo sin vosotros; y no solo dentro de esta historia, sino que, a nivel personal, me habéis dado el empujoncito que necesitaba para seguir escribiendo durante el resto de mi vida. Y si algún día, que ojalá, llego a publicar algo, me gustaría poder decir que empecé aquí (que sí, que suena muy cursi, BUT ES MI MOMENTO, PSÉ). Gracias por leer, espero en serio que lo hayáis disfrutado tanto, más o aunque sea la mitad que yo. De verdad, MUCHÍSIMAS GRACIAS. Os quiero una ballena y punto.
Pato :)
(Por cierto. Me gustaría que, si habéis seguido el fic hasta aquí, me dejaseis un comentario diciéndome qué os ha parecido en general. Ya sabéis que valoro todo lo que me decís un montón. Porfaplis. Y ña).
<3

Capítulo 90. 'Neel'.


Las cosas empezaron a mejorar.
La guerra había dejado estragos. Heridas profundas que nunca llegarían a cerrarse. Y dolor que nunca llegaría a sanar. Annie Odair lo sabía muy bien.
Sin embargo, pronto todo pareció brillar de nuevo. Al principio con una luz tenue y gris para todos, incluso para Johanna Mason, que dejó de fingir que no se preocupaba por nadie y empezó a hacerlo por su nueva familia. Annie jamás olvidaría sus primeras semanas en el distrito 4, semanas que habían sido duras para ambas. Los recuerdos eran un dedo en la llaga constantemente. Finnick, Dexter, Mags. El recuerdo de un tiempo sin preocupaciones. Pero para Johanna habían sido incluso peores.
A los pocos días de llegar al 4, Annie le mostró su playa. Reconstruyeron la cueva poco a poco, con esfuerzo y dedicación, tal y como Finnick había hecho en su momento. Cuando acabaron, a los tres días, se sentaron frente al inmenso mar azul. Johanna se quedó dormida sobre la arena, con el sol resplandeciendo sobre su piel perlada por el sudor. Annie, por su parte, caminó hacia el agua. Su madre le había dicho alguna vez que el agua era una medicina. Trató de no pensar en el verde mar de los ojos de Finnick y se adentró más y más. Cuando quiso darse cuenta, estaba hundida hasta el cuello. Y, de repente, había escuchado el grito.
Johanna se había metido sin vacilar en el agua. Annie nadó hacia ella, explicándole que todo estaba bien, pero los flashbacks aparecieron en la mente de su amiga, dilatándole las pupilas hasta que sus ojos fueron negros. Annie la sujetó por las muñecas, obligándola a mirarla a los ojos.
Está bien, había dicho. Estás conmigo, en el 4. Con tu familia.
Cuando le había dicho que iba a tener al niño, Johanna se había calmado por completo y sus ojos habían vuelto a ser los de siempre.
Esa tenue luz había ido cobrando fuerza. Seguía teniendo recaídas, algo que probablemente nunca se marcharía. Aún se despertaba cada mañana tocando el otro lado de la cama, esperando encontrarlo allí tumbado. Había días en los que no podía moverse de la cama, con los ojos clavados en el cuadro de Finnick, diciéndole que iba a ser padre. Cuando sintió a su bebé moverse en su interior, las dudas y el miedo la atenazaron de nuevo. No podría hacerlo. Una cosita tan frágil, capaz de romperse tan fácilmente… Tenía miedo de que se lo quitasen igual que se lo habían quitado todo. Entonces, ahí estaba Johanna, recordándole que estaban a salvo, en en 4, con su familia. No se había equivocado al afirmar que se necesitaban la una a la otra.
De eso habían pasado dos años.
Annie levantó la vista del cuaderno. Johanna estaba sentada en la arena de la playa, con los dedos de los pies enterrados en la arena. Frente a ella, estaba sentada la criatura más preciosa que Annie había visto en su vida. Le habían hecho falta casi veintidós años para darse cuenta de que eso era lo que había salvado su vida, y probablemente la de cualquiera. Tenía el pelito oscuro, tan rebelde como el suyo. Su nariz, levemente levantada. Pero el resto… el resto era todo de Finnick. Los ojos verdes como el mar, la sonrisa, los hoyuelos. Annie no podía evitar sonreír cada vez que lo miraba. Era tan hermoso que dolía.
Cuando lo sostuvo en sus brazos por primera vez, parecía tan frágil, tan pequeño, con la carita enrojecida, que quiso soltarlo y dejárselo a alguien que pudiese cuidarlo mejor. Pero cuando el niño tocó su piel con esas manitas tan diminutas, cesó su llanto. El niño había abierto los ojos y la había mirado directamente, como si la conociese.
Entonces, su nombre había salido de la boca de Annie como un suspiro.
Neel.
Había pensado nombres durante los nueve meses, tanto para niño como para niña. Sin embargo, en su interior sabía que era un niño. Finnick era el nombre con el que se refería a él cuando aún no había nacido. Pequeño Odair era el nombre que utilizaba Johanna, o pececillo, en su defecto. Pero cuando el bebé nació, comprendió que nunca habría podido llamarle Finnick.
Llamarle como su padre habría supuesto convertir a su hijo en el recuerdo constante de que Finnick se había ido. De que jamás podría ver a su niño, abrazarlo, jugar con él. Pero ese niño no era el premio de consolación que le había quedado tras perder a Finnick, sino el regalo que él había dejado antes de marcharse.
Neel.
El niño se giró hacia ella, llamándola con sus balbuceantes palabras de bebé. Annie dejó el cuaderno en el suelo y se acercó, extendiendo hacia él los brazos. Neel levantó sus manitas, haciendo un puchero. Johanna lo cogió en brazos, sonriendo.
-        Creo que el pececito te echa demasiado de menos – le dijo, pasándoselo.
Annie sonrió, colocándose al niño en la cadera. El bebé levantó la carita, sonriendo, marcándosele los hoyuelos en las mejillas. Annie se inclinó, rozando su nariz con la suya. Era la cosa más perfecta que había visto en su vida.
-        Deberíamos irnos – sugirió, recogiendo el cuaderno del suelo.
Johanna asintió, enseñándole la lengua al  bebé. El niño soltó una carcajada y extendió un bracito hacia ella.
-        ¿El pececito quiere ir con la tía Johanna? – susurró Annie, acariciándole la mano.
Los ojos de su amiga volvieron a iluminarse cuando le pasó al niño. Era otra persona diferente cuando estaba con él, como si Neel tuviese la capacidad de cambiarla. Johanna volvía a ser la misma de siempre con el resto, pero con ellos dos, siempre era una más de la familia.
Annie nunca había llevado a Neel a su playa. No solo por lo difícil que era acceder a ella, sino que no estaba preparada para hacerlo. Ver a su hijo, tan parecido a Finnick, en aquel lugar que solo ellos dos habían conocido y que había sido tan especial… No estaba preparada para enfrentarse a eso todavía. Y la playa del distrito estaba bien. El mar, la arena, la gente, siempre dispuesta a ayudar…
Mentiría si dijese que había estado sola. No solo había contado con Johanna, que no se separaba nunca de ella, y con Margaret, que seguía trabajando en la casa. Louisa, la madre de Emer, la había ayudado en el parto. Un amable pescador le había dado ropita de sus hijos para Neel. Una anciana le había regalado mantas y su hija le llevaba  constantemente paquetes de pañales. Como recompensa, Annie había dado una gran parte, tanto de su dinero como del de Finnick y Mags, al ayuntamiento del distrito para mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos. No necesitaba tanto. Y Johanna, que había hecho lo mismo en el 7, vendía madera para las chimeneas y las hogueras. Además, le había hecho una cuna a Neel con madera clara y figuras de peces. Quién habría dicho que dentro de Johanna Mason se escondía una tallista. La vida seguía adelante.
Atravesaron la Aldea de los Vencedores hasta llegar a su casa. Annie cogió a Neel mientras Johanna sacaba las llaves y abría la puerta. El niño le tocó la cara a su madre, riendo. Annie le besó la manita y entró tras su amiga. Sin embargo, la casa no estaba vacía.
Margaret servía café en unas tazas a dos personas sentadas en el sofá. Uno de ellos tenía el pelo rubio claro y ondulado. La otra, tenía el pelo oscuro recogido en una trenza. Johanna fue la primera en reaccionar.
-        Vaya, pero mira lo que tenemos aquí.
Katniss y Peeta se giraron a la vez, sonriendo. La cara de Katniss se transformó en cuanto vio a Neel en brazos de Annie, pasando de la alegría a la emoción. Annie supuso que la chica vería a Finnick en él tanto como ella.
-        ¿Qué hacéis aquí? – preguntó, cuando Katniss se levantó para abrazarla.
-        ¿No podemos visitar a nuestras amigas? – preguntó Peeta, estrechándola entre sus brazos -. Bueno, y a nuestro nuevo amigo también.
Peeta colocó un dedo en la mejilla de Neel, que se lo cogió y tiró de él, frunciendo el ceño. Katniss rió.
-        Creo que no le gustas – dijo, apartándolo suavemente.
Katniss miró fijamente al niño y le acarició la mejilla con el dorso de la mano. Neel le cogió la trenza y la sostuvo entre sus manitas con una sonrisa.
-        Vaya – exclamó Peeta, llevándose la mano al pecho -, me siento ofendido.
Johanna pasó a su lado, golpeándole la cadera con la suya.
-        ¿Decepcionado porque tu único rechazo venga de un adorable bebé, Mellark?
Peeta sonrió, rascándose la cabeza y mirando a Katniss por el rabillo del ojo. Annie los miró. Parecía que estaban bien. También habían seguido adelante. De repente, Neel extendió los bracitos hacia Peeta, que soltó un grito de júbilo y le cogió las manos, dispuesto a tomarlo en brazos. Sin embargo, a medio camino, se retiró, frunciendo los labios.
-        Peeta, está bien – susurró Katniss, colocándole una mano en el brazo -.  No le vas a hacer daño.
El chico miró a Annie, pidiéndole permiso. Sin embargo, Johanna llegó antes y cogió a Neel, arrastrando a Peeta de la muñeca hasta el jardín. Annie los vio desaparecer, sonriendo.
-        Parece otra – admitió Katniss.
-        Todos hemos cambiado.
Se sentaron en el porche. Johanna y Peeta estaban sentados en el suelo, con Neel puesto entre ambos, mientras se pasaban una pelota de goma. El niño no dejaba de reír.
-        Es igual que él – dijo Katniss, poniéndose seria de repente -. Cuando mandaste la foto, no se parecía tanto, pero ahora…
Annie asintió.
-        Es precioso.
Annie se giró hacia Katniss. Su mirada estaba clavada en Peeta, que sostenía la pelota en alto mientras Neel trataba de alcanzarla.
-        ¿Y vosotros? ¿Qué tal?
Katniss se acarició despreocupadamente la trenza, aunque su rostro seguía mostrando un ligero rastro de dolor.
-        La noche que no me despierto gritando yo, lo hace él. Pero ayuda volver a estar bien, aunque sea complicado. Resulta diez veces más difícil recuperarte que hundirte – añadió Katniss, con una sonrisa triste -. Es algo que Finnick me dijo una vez.
Annie clavó los ojos en Neel. Él era el que la había mantenido a flote. Él le había devuelto parte de la cordura. Ahora, podría ser catalogada como Casi Estable o algo así.
-        ¿Cuánto vais a quedaros? – preguntó Annie, devolviéndole la vista a la chica que tenía al lado.
-        Poco. Los trenes de los distritos pasan cada tres días, pero mañan…
-        Podéis quedaros todo el tiempo que queráis – sugirió Annie, cortándola -. Disfrutad de la playa. El sol.
Katniss sonrió.
-        Annie…
-        Tenemos habitaciones de sobra.
La chica rió. Peeta llegó hasta ellas con Neel en brazos, que le tiraba suavemente del pelo rubio. El muchacho se lo pasó a Annie y se sentó junto a Katniss, acariciándole la rodilla.
-        Peeta, creo que nos acaban de invitar a pasar unos días en el 4.
El chico sonrió, primero a Annie, luego a Katniss y finalmente al niño. Annie se levantó y le pidió a Margaret la cena. La mujer les preparó marisco y sopa, además de una papilla para Neel. Katniss se ofreció a dársela, cucharada a cucharada, con paciencia. Al final de la cena, Johanna los miró a todos con una sonrisa.
-        Me estáis robando a mi sobrino y no me gusta un pelo.
-        ¡Vamos, descerebrada! – dijo Katniss,  lanzándole una mirada burlona -. Nosotros también somos de la familia.
Esa noche, cuando toda la casa dormía, Annie seguía despierta, tumbada en la cama con Neel a su lado, haciendo formas en su barriguita de bebé sobre la tela del pijama.
Pensó en todo lo que había vivido. En las dos cosechas que había superado. En sus Juegos del Hambre. En Kit. En cómo Finnick la había cuidado y amado. En el Vasallaje. Las celdas del Capitolio. La guerra. Finnick. Había visto Panem atado, encadenado dentro de una jaula. Snow seguía apareciendo en sus pesadillas, destrozando todo cuanto tenía. Pero no era real.
Tenía a Neel, que había sido como un trago de agua fresca en mitad de un desierto. Que había reducido el dolor de todas sus heridas, a pesar de que ninguna había llegado a sanar completamente. Tenía a Johanna, que no se había separado de ella ni un segundo. Tenía a sus amigos: Katniss, Peeta, incluso Haymitch, que la había llamado varias veces para saber cómo estaban ella y el bebé. El distrito, que se había entregado con ella. Vivía en un mundo mejor, sin miedo, sin Juegos del Hambre.
Y allí delante estaba su hijo, su mayor regalo, dormido, sin preocupaciones, sin saber qué había pasado antes de él. Soñando.
Cuando volvamos a vernos, Panem será libre.
Annie cerró los ojos mientras Finnick susurraba esa frase en sus recuerdos y comprendió.
Finnick había tenido razón cuando había dicho que se verían cuando todo pasase. Después de perderlo, Annie lo había considerado como la ruptura de su promesa, pero seguía ahí, y se cumplió nueve meses después, cuando Neel abrió los ojos y la miró. Porque Finnick, al que había amado más que a nadie, estaba ahí, dentro de su hijo, y ahora tenía que amar a su niño por los dos.
Ojalá pudieses verlo, susurró, mirando la foto que descansaba junto a su mesilla. Finnick le devolvió la sonrisa.
Annie sabía que él estaría orgulloso. No solo de ella, de ver cómo había logrado seguir adelante, sino de Johanna también, de Katniss, de Peeta, de Panem. Incluso de Neel, por tener esa sonrisa.
Así que, cuando Annie dejó a su niño en la cuna, cogió su cuaderno blanco, en el que, durante dos años, había intentado escribir sin éxito alguna poesía y dejó que las palabras se deslizasen por el papel.

Donde estés, allí te sigo.
Donde esté, ahí estás tú.
Estás conmigo
desde el mar y el cielo azul.
Si pudieses verlo, no lo creerías.
Él es más que luz.
Esperanza y alegría,
tan brillantes como lo fuiste tú.
Nos enfrentamos a todo,
solos tú y yo,
y la niebla el mundo cubrió
cuando el viento nuestro muro derrumbó.
Me creí débil y sin vida,
innumerables veces te quise acompañar,
pero tú me sostenías
aunque siquiera pudiese pensar.
Y entonces, ojos verdes
se abrieron una vez más.
Porque somos infinitos.
Sin principio ni final.