sábado, 27 de abril de 2013

Capítulo 32. 'Hogar'.

Finnick caminaba junto a Dexter con los hombros tensos, temblando. El hombre le había dicho lo que Annie había escrito, le había dicho que había empezaba a recordar. Al final iba a tener razón, y sus métodos verdaderamente funcionaban.
-         ¿Cómo fue? – repitió Finnick, pasándose una mano por el cuello.
Dexter le sonrió.
-         Ella estaba escribiendo y entonces, le conté el cuento de ‘la princesa de la arena’. Y, cuando acabé, ella lo escribió. ‘Annie Cresta, la princesa del océano’.
Finnick casi podía ver a Caesar gritar esa misma frase por los altavoces del Capitolio, gritarlo una y otra vez mientras el rostro de Annie inundaba todas las pantallas. El muchacho intentó respirar hondo, procurando mitigar sus nervios, pero no podía. No era tanto la emoción de verla como el miedo a lo que podía encontrar. No sabía si la Annie que vería sería la chica que sonreía ante las cámaras vestida con motivos marinos, la muchacha tímida que había tropezado el día de la cosecha, la demente que había huido de él cuando se vieron después de la Arena o la niña que se entretenía con pompas de jabón y cuentos. O bien una persona completamente distinta.
Cuando llegaron a la casa de la chica, la puerta estaba abierta de par en par, y Finnick se abalanzó hacia ella casi a la carrera.
‘Está volviendo’, se decía a sí mismo. ‘Está volviendo’.
Entró en el comedor con el corazón en un puño, pero Annie no estaba allí. En su lugar, estaba el cuaderno blanco que Dexter le había dado, reposando abierto sobre la madera.
-         ¿Annie? – llamó Finnick, alzando la voz.
Sin embargo, no fue Annie la que contestó, si no Margaret, que apareció en ese momento por la puerta de la cocina, con los ojos nublados por la preocupación.
-         Ella no está, señor Odair – susurró -. Se ha ido.
Finnick no entendió al principio que quería decir. Entonces, cuando Dexter entró por la puerta, con una mueca de seriedad en el rostro, se tiró hacia él y, cogiéndolo por el cuello de la camisa, lo empotró contra la mesa, tirando el cuaderno al suelo.
-         ¿¡Dónde está!? – gritó, zarandeándolo -. ¿¡Qué has hecho con ella!?
-         Yo… yo la dejé aquí, no…
-         ¿¡Dónde está!?
-         ¡Finnick!
El chico sintió una menuda mano familiar en el hombro y se dio la vuelta con brusquedad, con el rostro congestionado por la rabia. Mags lo miraba con los ojos desorbitados y la boca contraída en una mueca extraña.
-         Margaret me ha llamado – explicó la anciana -. He movilizado a medio escuadrón de Agentes de la Paz en su busca.
-         Ha sido él – gruñó Finnick, señalando a Dexter, que se frotaba el cuello con una mano -. Él le ha hecho algo.
-         No, Finnick, yo no…
-         ¡Cállate si quieres conservar la boca!
Y Dexter se calló. De repente, la habitación se llenó de gente. Antiguos vencedores que llegaron para unirse a la búsqueda, gente del pueblo que venía sin noticias de Annie, la alcaldesa, fingiendo una preocupación muy sobreactuada, e incluso uno de los Agentes de la Paz, que se colocó frente a la puerta para recibir noticias.
Y, mientras tanto, Finnick no podía estarse quieto. Recorrió la casa millones de veces, mirando en tantos escondites como se le ocurrieron, pero Annie no estaba allí. Parecía como si se la hubiera tragado la tierra. Salió a la Aldea de los Vencedores y, al igual que la casa, la recorrió palmo a palmo, incluso dentro de las casas, abiertas o vacías, pero la chica no aparecía.
-         Vamos a casa, Finn – suplicó Mags -. La van a encontrar. Esperémosla en casa.
-         No – masculló él, apartándose -. No, ella… Pueden hacerle daño, Mags, y yo no puedo dejar que la hieran.
Mags lo cogió de la mano y le besó los nudillos.
-         Vamos a casa, hijo – rogó de nuevo -. Tal vez haya vuelto ya.
Finnick sabía que mentía, pero igualmente la siguió. La preocupación lo cansaba más que la búsqueda. Era como si sus fuerzas se hubiesen ido con Annie.
Al llegar a la casa, de nuevo, se encontró con Dexter, pasándose una mano por el pelo una y otra vez mientras ojeaba el cuaderno de la chica. Finnick lo miró. Parecía realmente preocupado por ella, pero ¿por qué? En cuanto lo vio, el hombre se levantó, con el ceño fruncido.
-         Finnick, te prometo que no le he hecho nada. La dejé aquí y ella se ha ido, pero yo no he hecho nada.
Finnick lo empujó con el hombro para llegar hasta el cuaderno. Estaba abierto, con los largos textos llenos de dibujos y tachones de Annie adornando cada página. Finnick observó la última.
 
<< Annie Cresta, la princesa del océano >>.

 Cuando Dexter había ido a buscarlo, lo primero que se le había pasado por la cabeza es que Annie había recordado todo, y se la había imaginado tal y como era antes de la Arena. Asustada, tímida y un poco vulnerable, pero radiante. Como una sirena.
Como una sirena.
Finnick observó la página. El cuento estaba plasmado sobre la hoja a través de dibujos, dibujos muy diferentes a los de Annie. Supuso que Dexter se los habría pintado para hacerlo todo más gráfico. Vio a la princesa romper la lágrima de cristal y caer al mar, con su larga cola llena de escamas. Una sirena.
El chico observó la letra menuda de Annie. Recordaba el cuento como su padre se lo contaba de niño, y recordaba cómo acababa: la princesa no era la princesa de la arena, Finnick. No podía serlo, ella no estaba hecha para andar. Su reino, su palacio… era el mar.
La princesa del océano.
-         Mags – dijo Finnick, levantándose -. Hay que ir a la playa. Hay que ir a la playa ya.
La mujer lo miró con los ojos muy abiertos. Finnick dejó el cuaderno con brusquedad sobre la mesa, y éste se abrió por una página diferente, una página en blanco.
-         ¿Qué pasa, Finnick? – preguntó la mujer, acercándose.
-         Piensa en el cuento. La princesa atrapada en tierra, ¿vale? ¿Y si… y si Annie piensa que está atrapada en tierra también? ¿Y si…?
-         ¿… ha ido al mar para encontrarse a sí misma? – concluyó Dexter por él -. Mierda.
-         ¿Qué pasa? – gruñó Finnick.
-         Justo antes del cuento, le dije que era una sirena que tenía que encontrar su cola. Según el cuento, la sirena encuentra su cola en el mar.
Finnick comprendió a la milésima de segundo, y sus pensamientos encajaron como las piezas de un puzle. Annie había ido al mar. Estaba seguro. Mags comprendió poco después, y fue la primera en lanzarse hacia la puerta y comunicarle al Agente de la Paz que la buscaran en el mar, en las playas, en los lagos y en los pantanos, en cualquier lugar donde hubiese agua.
Mientras tanto, el miedo corroía a Finnick como si una rata estuviese abriéndose paso a través de su estómago. Se fijó de nuevo en el cuaderno, en la página en blanco que tenía ante sus ojos. Sin embargo, había algo allí que…
El chico cogió el cuaderno y pasó la hoja. La siguiente estaba escrita, con una letra pequeña y alargada. Era su letra. Apenas eran tres versos, pero eran la pista de su paradero. Eran la llave para encontrarla.
 
<< Volver al mar. Volver a la calma bajo las olas. VOLVER A MÍ >>.

 ‘Volver a mí’.
-         Lo tengo.
-         ¿Qué? – dijeron al unísono Dexter y Mags.
Finnick soltó el cuaderno sobre la mesa.
-         Su playa – masculló -. Ha ido a su playa. Es el único lugar que es suyo.
Finnick salió corriendo de la casa, pero Dexter lo detuvo antes de que pudiese correr hacia la zona rocosa de la Aldea.
-         Finnick…
-         Suéltame.
-         Finnick, ella…
-         ¡He dicho que me sueltes!
Finnick se volvió y le dio un puñetazo en la nariz. Sintió cómo los huesos del hombre crujían bajo sus dedos, pero no le importó. Ignoró el grito de dolor de Dexter y siguió corriendo.
La última vez que había estado allí, había hojas. Hojas de palmera, caídas sobre una enorme roca oscura. Pero ahora, las hojas no estaban allí, sino tiradas en el suelo, dejando al descubierto una pequeña oquedad en el borde del suelo. Finnick se agachó. ¿Cómo no había podido verlo antes?
Hay una… playita. Justo detrás de la Aldea de los Vencedores. La entrada es una pequeña cueva. Tienes que andar hacia abajo unos minutos, pero esa playa… es mi hogar.
Finnick se agachó y entró por la abertura a cuatro patas. La humedad empapaba el techo, y el chico sentía las gotas de agua fría caer contra su piel, pero siguió avanzando. La cueva continuaba hacia abajo, como introduciéndose en la misma roca. No había más luz que la que la abertura dejaba entrar, y, al cabo de unos minutos, ni siquiera esa luz era suficiente, pero Finnick avanzó, palpando las paredes con las manos.
Volver al mar. Volver a la calma bajo las olas. Volver a mí.
‘Por favor, que no se haya metido en el agua. Que no haya nadado hacia dentro, por favor’.
La ansiedad le había formado en el pecho un enorme nudo. Annie sabía nadar, probablemente mejor que nadie que hubiera conocido. La había visto en la Arena, la había visto aguantar minutos bajo el agua y nadar cuando todo a su alrededor estaba siendo arrancado. Pero, ¿qué podría ocurrir cuando era ella la que quería hundirse?
Entonces, Finnick empezó a ver la luz al final del túnel, y escuchó las olas romper contra los acantilados. Cuando llegó a la abertura final, se arrastró, con las rodillas doloridas y la espalda transmitiéndole pinchazos por todo el cuerpo, pero se irguió y comenzó a llamarla.
-         ¡Annie! – gritó, avanzando por la arena.
La playa tenía forma de herradura. Era muy pequeña, más de lo que él había imaginado, y los acantilados que la rodeaban estaban llenos de aberturas que dejaban ver cuevas más grandes que por la que él había entrado. La arena era blanca, y el agua cristalina. Finnick casi podía ver qué era lo que había enamorado a Annie de ese lugar, aunque el miedo no le dejaba verlo en todo su esplendor.
-         ¡Annie! – gritó de nuevo -. ¡ANNIE! ¡Annie, soy yo, Finnick!
A lo lejos, bajo la sombra de uno de los acantilados, había un cuerpo. El miedo congeló a Finnick en el sitio, bajo el calor del sol que comenzaba a ponerse. Las olas rompían peligrosamente cerca de ella, y podía ver las ropas mojadas pegadas a su cuerpo.
‘No, no, por favor, no’.
Finnick corrió hacia ella como nunca antes había corrido en su vida.
-         ¡Annie! – chilló, dejándose caer a su lado. La chica tenía los ojos cerrados y el rostro empapado y frío -. ¡Annie, por dios, despierta! ¡Annie, eh! ¡Ann…! ¿Annie?
La chica movió los párpados y unas gotas calleron de sus pestañas. Sus ojos verdes se abrieron, mirándolo con seriedad. No era ninguna de las Annies que Finnick había conocido. No era tímida, ni inocente, ni mostraba rasgos de locura. Era completamente diferente.
-         Me llamaban – dijo, con voz clara.
-         ¿Quiénes? – susurró Finnick, con la voz rasgada por el pánico.
-         Ellos – contestó Annie, mirando al mar -. Los peces.
Finnick la ayudó a erguirse. El pelo de la chica estaba casi seco, rodeando su rostro en una cortina de bucles castaños.
-         ¿Qué ha pasado, Ann? – comenzó él, acariciándole el pelo.
-         La he encontrado – respondió ella, dejando caer un puñado de arena entre los dedos -.  Mi casa.
-         ¿Estás bi…?
-         Me metí en el agua – continuó ella -. No estaba fría. Nadé y nadé, pero no… Dexter me dijo que tenía que encontrar mi cola, pero yo seguía teniendo dos piernas. Entonces ellos… me dijeron que me quedase quieta. Y el mar me sostuvo, Finn.
Finnick la observó con cuidado. Había sabido consolarla antes de la Arena, había sabido entretenerla después de eso, pero ¿qué podía hacer ahora? Cualquier cosa que dijera, podía repercutir en ella.
-         Flotaba – seguía -. Y los peces me enseñaban cosas.
-         ¿Qué cosas?
-         Había un chico. Moreno, con el pelo rizado y una sonrisa muy blanca. Se llamaba Kit.
El estómago de Finnick se retorció.
-         ¿Está muerto, verdad?
Finnick miró a Annie. No podia mentirla. Asintió.
-         Seguía sonriendo cuando le cortaron la cabeza – decía Annie. Finnick se estremeció -. Entonces, los peces me enseñaron a una mujer. A… a mi madre. También está muerta.
No era una pregunta. Finnick miró hacia el suelo, avergonzado. Nunca, en un año, le había contado lo que había pasado con su madre. Tenía miedo a su reacción. Y, sin embargo, ella parecía tranquila, como si no le afectase.
-         Todos mueren – dijo la chica, volviendo a soltar un puñado de arena -. ¿Por qué todos mueren? Yo debería estar muerta. El mar me reclamó en ese sitio malo, yo…
Finnick le colocó una mano sobre la boca, apoyando los labios en sus propios nudillos. Las lágrimas de Annie comenzaron a deslizarse entre sus dedos, y Finnick apartó la mano para quitarle las lágrimas.
-         No digas eso – gruñó, con la frente sobre la suya.
-         Yo no quería que murieran – lloró Annie -. Todos a mi alrededor mueren. Solo me han enseñado sangre, sangre, sangre…
Finnick la abrazó.
-         Tienes que irte – susurró Annie, empujándolo -. Yo no quiero que tú mueras.
-         No me voy a ninguna parte – respondió él, mirándola a los ojos -. No me da miedo.
-         Pero a mí sí – continuó Annie, apartándose -. Yo… Vete, ¡vete! ¡Déjame!
Annie se levantó y echó a correr de nuevo hacia el mar. Pero Finnick fue más rápido.
-         ¡Annie! – gritó, agarrándola por la muñeca. La muchacha tiró para soltarse, pero los dedos de Finnick no se lo permitieron -. Annie.
-         Vete, por favor – lloró ella -. No quiero que tú mueras también, como Kit, como mamá…
-         Te necesito, Annie Cresta.
Annie cerró la boca.
-         No puedes. Está mal.
-         No está mal – continuó Finnick, acercándose -. No tengo miedo a morir si es por ti, Ann. Tú me mantienes vivo.
Annie se alejó de él, y Finnick le soltó la mano. Se lo había dicho. Ella lo sabía ahora.
-         Está mal – repitió Annie.
Finnick volvió a acercarse. El agua le llegaba por la cintura.
-         No está mal, Annie. No puede estar mal.
Annie se acercó más a él hasta que sus pechos casi se rozaban. La chica apoyó la frente sobre su cuerpo.
-         Tengo miedo de que te hagan daño. Ellos, los que hicieron daño a Kit.
Finnick cerró las manos en torno a la cintura de la chica. Solo podían hacerle daño si se lo hacían a ella. Ese era el punto. Ningún dolor físico podía compararse al dolor que sentiría si le pasara algo a Annie Cresta.
-         Voy a cuidar de ti – susurró Annie, abrazándolo.
Finnick sonrió y apoyó la barbilla en la cabeza de la chica. Annie había encontrado su hogar, había encontrado esa playa. Y él había encontrado el suyo.
En ella.


 

domingo, 21 de abril de 2013

Capítulo 31. 'El cuaderno blanco'.

-         Muy bien, Annie, dime. ¿Qué es lo que te hace sentir bien?
Annie cerró los ojos y vio el mar, su playa rodeada de cuevas y acantilados, más concretamente. Todas las noches, cuando se sentaba a  ver el movimiento de las olas frente al ventanal, forzaba a su mente a encontrar la manera de llegar hasta ella. Intentaba recordar, sacarlo todo a flote. En realidad, ya no importaba quién había sido antes de la ola o si esa persona quería o no volver. Lo único que importaba era encontrar su playa.
Lo había intentado una vez. Durante las primeras semanas, Finnick salió a buscarla, rastreando la Aldea de arriba abajo, sin éxito. Entonces, al regresar de el viaje (a Annie le gustaba llamarlo así, aunque, cuando intentaba pensar qué había pasado durante esas semanas, solo veía caras recubiertas de niebla blanca y largas noches abrazada a la almohada), Finnick la había sacado a la calle. Annie se había quedado parada en la verja que marcaba la entrada a la Aldea de los Vencedores, bajo la atenta mirada de Finnick. Habían paseado a lo largo y a lo ancho, entre las casas, pero Annie se encontraba cada vez más perdida. Al final, frustrada, se sentó en el suelo y se puso a llorar.
Esa playa era, en definitiva, lo que más echaba de menos, o bien lo único que podía echar de menos, al ser lo único de lo que era consciente que había sido parte de su pasado.
-         ¿Annie? – preguntó Dexter.
A la muchacha le agradaba estar con él. Era paciente con ella, aunque no jugaban juntos como cuando estaba con Finnick. Dexter únicamente se sentaba a su lado en la mesa durante horas, bien para hablar o para intentar recordar algo.
-         ¿Qué es lo que te hace sentir bien?
-         Mi playa – respondió Annie, sin abrir los ojos.
-         ¿Recuerdas cómo se sentía estar en tu playa?
Annie recordaba perfectamente cómo se sentía.
-         El calor en las plantas de los pies, y la arena haciéndome cosquillas entre los dedos – comenzó -. El agua, fría pero sin hacerme temblar. Y los peces. Había muchos peces, algunos de colores, pero había que nadar hasta adentro…
Dexter colocó una mano sobre la suya y Annie abrió los ojos. Dexter siempre le tocaba la mano cuando quería que Annie parase.
-         ¿Puedes escribirlo?
Annie bajó la vista hacia el cuaderno blanco que tenía frente a sus ojos. Apenas llevaba dos semanas con Dexter y, lo primero que él había hecho el día que se conocieron, había sido darle ese cuaderno. Él siempre le pedía que escribiese o dibujase lo que veía, sentía o incluso oía, si era capaz de describir el sonido. Una vez, Dexter le había pedido que escribiese cómo se escuchaba el sonido de la voz de Finnick, y Annie había sido incapaz de hacerlo. Nada era suficiente.
-         Escribe eso, Annie – continuó Dexter, apartándose de ella -. El calor, las cosquillas, el agua y los peces.
Y Annie escribió.
Se sorprendía siempre de cómo un trozo de madera con una mina en su interior era capaz de deslizarse por un papel y poner todo lo que ella pensaba. Le parecía algo mágico la capacidad de poder ver lo que estaba en su cabeza frente a sus ojos en forma de palabras, o poder ver en su cabeza lo que las palabras describían frente a sus ojos. Su cabeza era como una olla en la que había un montón de cosas moviéndose con frenesí, haciéndola incapaz de ver algo claro, lo que la ponía nerviosa. Sin embargo, a medida que escribía, esas ideas salían de su cabeza, por lo que esta quedaba más vacía y no se sentía tan llena de pensamientos inconexos que lo la llevaban a ningún lado. Dexter lo llamaba “abrir el grifo del cerebro”.

<< La arena de la playa siempre está caliente, como cuando Margaret saca la comida del horno. Sin embargo, la comida se enfría, y la arena de mi playa nunca, aunque haga mucho frío. Y eso es raro, porque el agua siempre está fría, y nunca se calienta aunque haga mucho calor. ¿Por qué suceden estas cosas? Mi piel está fría cuando hace frío, y caliente cuando el sol quema. ¿Por qué la arena y el agua no?
Pero tanto el calor de la arena como el frío del agua son agradables. No hacen daño. No es como poner la mano en uno de los hierros de la chimenea y que se te quede roja y te salgan ampollas. Ni tampoco como chupar un hielo hasta que la lengua te duela y la sientas hinchada. Ni el calor ni el frío duelen. Es más como meterse en una pompa de jabón. Agradable.
La arena es lo más curioso de todo. No es como el chocolate, o como una mesa, dura. Es un conjunto de muchos granitos pequeños, y me hace cosquillas en los pies. Sin embargo, al tumbarme, es como un colchón de plumas. No me hundo ni puedo saltar, pero siento la piel relajada y no me importa que los granitos de arena se me metan en el pelo.
Pero lo mejor son los peces. Primero hay que entrar en el agua y nadar, nadar hasta que te duelan los brazos y las piernas, nadar hasta que los pulmones sean como dos llamas de una hoguera. Y entonces, en una cueva donde siempre da el sol, está la casa de los peces. Colores, son de muchos colores. Como un arcoíris. O como las pompas de jabón al reflejar la luz. O como los ojos de Finnick cuando los tiene un poco cerrados…
Me gustaría ser un pez. Dexter me ha dicho que los peces tienen poca memoria y no recuerdan casi nada. Yo tampoco recuerdo casi nada de mí antes de que la ola me arrastrase. Ese es el primer recuerdo que tengo, el primer recuerdo real. El resto son cosas sin sentido, puntos rojos que de repente me muestran sonrisas, trozos de piel morena, una mano bronceada que me gustaba agarrar… cosas que no sé si existen. A lo mejor la playa, mi playa es uno de esos recuerdos de mentira.
¿Tienen los peces recuerdos de mentira? ¿Recuerdos, al menos? En ese caso, creo que soy medio pez. Dexter me habló el otro día sobre las sinenas…

-         Es ‘sirenas’, Annie – susurró Dexter.
Annie apartó la vista del cuaderno. Alrededor del texto emborronado, había dibujado inconscientemente peces, peces con cada una de sus escamas. Y de repente, durante un segundo, le pareció ver un vestido que parecía arrancado de la misma piel de un pez, colocado sobre una piel pálida, una piel que… podía ser su propia piel.
-         Sirenas, Annie – continuó Dexter -. Continúa.

<< sinenas  sirenas. Eran como mujeres con cola de pez. Yo no tengo cola de pez, ni escamas, y desde luego espero no tener sus ojos, pero si tengo su memoria y me gusta nadar (o creo recordar que me gusta)… ¿no me convierte eso en medio pez? >>.

Annie fijó la vista en el cuaderno, con el lápiz parado en mitad de la hoja. Un pececillo había empezado a formarse en el final de la pregunta, casi partiendo del punto de la interrogación. Annie soltó el lápiz.
-         Dexter…
-         ¿Sí, Annie?
-         ¿Tú crees que soy medio pez?
Dexter la miró fijamente, clavando en ella sus ojos color miel. El hombre sonrió, volviendo a coger el lápiz y colocándolo en la mano de la chica de nuevo.
-         Quizá eres medio pez. ¿Quién sabe?
-         Pero… ¿qué crees tú?
-         Yo creo, Annie – comentó Dexter, apoyando las manos sobre la mesa -, que eres una sirena, pero aún tienes que encontrar la manera de recuperar tu cola.
Annie se miró a los pies, deseando por primera vez no tenerlos. Sin embargo, si no tenía pies, ¿cómo andaría? Los peces no eran capaces de andar en tierra. Su vida se basaba en nadar.
-         Hay un cuento sobre sirenas. ¿Quieres escucharlo?
Annie asintió, sonriendo. Le gustaban los cuentos, aunque prefería que Finnick se los contase antes de ir a dormir. Pero, con la voz de Finnick, tan dulce y pausada cuando narraba sus historias, ella nunca sabía el final antes de quedarse dormida, y Finnick nunca repetía el cuento.
Pero ahora estaba muy despierta.
-         Hace muchos años – comenzó Dexter, tomando el cuaderno y el lápiz -, en el mar del Distrito 4, los pescadores capturaron un hermoso pez gigante. Pero, en cuanto el pez tocó tierra y el agua empezó a secarse de sus escamas, se transformó en una hermosa mujer.
Annie observó cómo el lápiz se movía por la hoja, trazando dibujos sencillos pero que mostraban el cuento con gran claridad.
-         Los pescadores, asombrados por su belleza, le construyeron un enorme palacio de cristal…
-         ¿Existe? – interrumpió Annie, absorta en el dibujo del palacio -. ¿Existe aún el palacio de cristal?
-         Espera. Le construyeron un palacio de cristal en lo alto de un acantilado, con un trono también de cristal. La llamaban ‘la princesa de la arena’ y le llevaron tantos regalos que, al final el palacio estuvo tan lleno que nadie pudo entrar ni salir. La princesa, atrapada, deseaba con todas sus fuerzas volver a tener su cola para nadar por el mar, hacia lo más profundo, donde no hay redes ni paredes de cristal. Tal era su pena que empezó a llorar, a llorar y a llorar, y los pocos espacios vacíos que quedaban en el palacio se llenaron con sus lágrimas, que, por la frialdad del cristal, se congelaron.
Annie observó cómo la princesa se acurrucaba en una esquina libre del palacio, del mismo modo que ella se había acurrucado tantas veces en las esquinas de las habitaciones cuando no sabía qué hacer.
-         Mientras tanto, los habitantes del distrito, debido al amor que sentían por su princesa de la arena, decidieron liberarla. Llevaron arpones y tridentes para destruír el cristal, pero el palacio estaba tan lleno que, al derrumbarse el cristal, era imposible encontrar a la princesa entre tantos regalos. Empezaron a destrozar todos los regalos que ellos le habían hecho con todo su amor, pero la princesa no aparecía.
Annie se llevó la mano a la boca mientras veía cómo los tridentes, los arpones y los puños de los hombres destrozaban todos y cada uno de los regalos que le habían hecho a la hermosa princesa.
-         De repente, uno de ellos encontró una enorme lágrima de cristal con la figura de una mujer encogida dentro. El cristal estaba tremendamente frío y molestaba al hombre en los dedos, por lo que lo lanzó con todas sus fuerzas al agua. Al chocar contra la superficie, la lágrima se rompió, liberando a una sirena, que era mitad pez, mitad princesa. Entonces, los pescadores entendieron que esa criatura jamás podría ser princesa de algo que no era su medio natural, sino que su palacio no tenía paredes, ni ella estaba rodeada de regalos, porque el mayor regalo era el mar, nadar en él, y ella solo sería para siempre…
-         La princesa del océano.
Annie no sabía qué era lo que la había llevado a pronunciar ese nombre, pero de repente se encontró a sí misma dibujando una sirena, vestida con un traje de escamas, con las algas enredadas en su pelo. Y al borde de la hoja, escribió algo inconscientemente, del mismo modo que dibujaba.

<< Annie Cresta, la princesa del océano >>.

 La muchacha levantó la vista para comprobar con Dexter si ese era un pensamiento real o, por el contrario, no era más que otro pensamiento de mentira, pero el hombre no estaba a su lado.
Sin embargo, ese recuerdo, esa intuición tenía que ser cierta. El mar la llamaba como nunca antes lo había hecho. No desde el recuerdo, sino desde un presente muy real; no como si la echase de menos, sino como si la reclamase. No como si la playa fuese suya, sino como si ella perteneciese a la playa.
Annie se levantó. Sabía dónde tenía que ir. Había estado encerrada en una burbuja llena de inconcluencias, en un palacio de cristal, como el del cuento. Habían llenado su cabeza de cosas bonitas, como juegos y cuentos, para alejarla de los recuerdos que de verdad quería.
Y había roto el cristal.
Había encontrado su cola de sirena.
Y ahora la sirena debía volver a su palacio real.



domingo, 14 de abril de 2013

Capítulo 30. 'Dexter'.

-         ¿Lo has visto, Finnick? ¿Lo has visto?
Finnick se pasó una mano por la barbilla, donde la incipiente barba le raspó los dedos. Sabía que debería cuidar más su aspecto físico, ya que vivía de él en su mayoría, pero no tenía importancia. No, cuando el estado de Annie no parecía cambiar o, al revés, cambiaba demasiado.
Le había costado un año aceptar que ella estaba completamente loca.
Lo peor había sido la Gira de la Victoria. El primer distrito en el que habían parado había sido el distrito seis, y Annie había montado tal espectáculo al rasgarse su vestido que habían tenido que sedarla para presentársela a los habitantes del distrito. Annie había repetido el proceso en los doce distritos de Panem, siempre sentada en una silla de madera oscura, repitiendo las palabras que Finnick o, en su defecto, Radis, susurraban en su oído. Había sido un maniquí para los habitantes de Panem.
Pero, al volver a la vida normal, o relativamente normal, Finnick se había dado cuenta de su verdadero estado. Estar con ella era como estar en el agua, con la marea revuelta, y olas que tan pronto lo subían a la superficie como lo hundían a lo más profundo.
-         ¡Mira, Finnick! – chilló Annie, sentada en el porche -. ¡Se rompen!
Finnick sonrió, entornando los ojos. Cuidar de Annie era como cuidar de una niña pequeña. Tenía rabietas, se conformaba con cualquier cosa y, durante la mayor parte del tiempo, tomaba todo como un juego. Y Finnick tenía paciencia.
Las pompas de jabón estallaban a su alrededor. Annie balanceaba el pompero en su mano, formando pompas que miraba después con admiración, como si cada una de ellas fuese única, y su boca formaba una ‘o’ perfecta cada vez que estallaban.
Finnick se vio a sí mismo reflejado en esas pompas. Annie le miraba con la misma admiración, con la misma sonrisa, como si fuese algo único en el mundo, como si no importase el número de seres humanos a su alrededor, porque él sobresalía por encima de ellos. Se preguntó cuánto le faltaba a él por explotar, y si Annie también formaría una ‘o’ con su boca cuando eso pasara.
De repente, a su espalda, sonó el timbre de la puerta principal. Finnick no se inmutó, sabiendo que Margaret, la abuela de Kit, la abriría, dando paso a Mags. Sabía también que Mags se acercaría a él, le daría un beso en la mejilla y le diría algo así como ‘aféitate esa barba’, y luego iría a besar a Annie, como una madre hace con sus hijos. Cada día era así.
Sin embargo, después de unos minutos, no fue Mags la que tocó su hombro, sino Margaret, con una máscara de miedo en la cara. Finnick se puso tenso de inmediato.
-         Es del Capitolio – masculló la anciana -. Quieren veros.
Finnick se pasó una mano por el mentón, deseando haberle hecho caso a Mags y haberse afeitado. Por nada del mundo desearía que Snow supiese cómo estaba dejando de lado su aspecto, su… instrumento.
-         An, ven – susurró Finnick, tendiéndole una mano.
Quizá Annie se comportase como una niña, pero sabía cuándo las cosas iban mal. En cuanto vio la expresión de Finnick, supo que el juego con las pompas se había acabado. Annie caminó hacia el chico, con el pompero firmemente agarrado en una de sus manos. Finnick se lo quitó con dulzura, acariciándole el dorso, y lo dejó al pie de las escaleras.
-         Tranquila, ¿vale? – murmuró él, poniéndole un mechón de pelo tras la oreja -. Quédate detrás de mí.
Margaret los dirigió al salón, donde ya había alguien.
Se trataba de un hombre joven, bastante normal comparado con otras personas del Capitolio. Tenía un brillante pelo dorado, que formaba rizos engominados bajo las orejas, y ojos dorados, del mismo color de la miel o del sol en verano. Llevaba puesto un sencillo jersey negro de lana y unos pantalones claros. Ni siquiera parecía de la capital. Parecía sorprendido cuando los vio entrar.
-         Vaya, señor Odair, está usted…
Finnick frunció el ceño, obligándose a formar un intento de sonrisa.
-         ¿Y usted es?
El hombre sonrió a su vez, mostrando una hilera de dientes blancos y perfectamente alineados. Se sentó en el sillón más cercano, tomando una taza de café de la mesa que, seguramente, Margaret había servido.
-         ¿Podríamos tener una conversación… a solas?
Finnick asintió, girándose para visualizar a Margaret tras él, aún con expresión asustada.
-         Lleva a Annie al pat…
-         No, señor Odair. Si no le importa, me gustaría que la señorita Cresta se quedase también.
-         Entonces no es una conversación a solas.
-         Bueno, a solas nosotros tres, entonces.
Margaret miró a Finnick, esperando instrucciones. Finnick asintió una vez, y la anciana se marchó, cerrando la puerta a sus espaldas.
Annie miraba a Finnick con el rostro impasible, como si hubiese sido sedada de nuevo. Había aprendido a mantener esa expresión siempre que las cosas se ponían serias, como una discusión entre Mags y el propio Finnick, o cuando alguna de sus amas de casa la regañaba por romper algo. Finnick le rozó el pómulo con el pulgar y cogió su mano para dirigirse al sofá que estaba frente al hombre. Éste no había dejado de sonreír.
-         Mi nombre es Dexter – dijo, cuando ambos habían tomado asiento -. Vengo del Capitolio.
-         Dexter – repitió Finnick. No le sonaba.
-         Dexter – susurró Annie, y soltó una risita por lo bajo.
Finnick colocó su propia mano sobre la de Annie, gesto que no pasó desapercibido para Dexter, que clavó su mirada en las manos entrelazadas, con una sonrisa, antes de volver a mirarlos.
-         Antes de nada, quiero que sepas… ¿puedo tutearos? – Finnick asintió, pasándose una mano por el cuello -. Quiero que sepáis que no vengo enviado. Esto es… por mi propia voluntad.
Finnick dejó de rascarse el cuello, visiblemente menos nervioso. Annie, a su lado, se quitó las zapatillas y subió los pies descalzos al sillón, apoyando la barbilla en las rodillas.
-         Soy médico – continuó Dexter -. Especializado en traumas cerebrales.
Finnick se puso rígido. No era el primer ‘médico especializado en traumas cerebrales’ que pasaba por ahí. Apenas un mes después de la Gira de la Victoria, Yaden había enviado a uno de ellos, que había dicho que podía tratar a Annie, devolviéndole sus recuerdos. Y, apenas semanas después, Radis había enviado a otro con una proposición aún más atroz: decía poder recuperar a la Annie Cresta de la Arena hurgando en su propio cerebro… quirúrgicamente. Finnick los había echado a los dos, al segundo casi a patadas.
-         No nos interesa – gruñó Finnick, haciendo ademán de levantarse -. Puede marcharse ahora, o…
-         No, no, Finnick. Me has… Llevo persiguiendo la trayectoria de Annie desde que salió de…
-         Espera.
Finnick miró a Annie, que continuaba con la mirada fija en Dexter. El muchacho se levantó y fue hacia una de las estanterías para volver con una caja en la mano.
-         Annie, mira – susurró -. Es un puzzle.
-         ¿Para jugar? – Los ojos de Annie parecieron iluminarse.
-         Sí – sonrió el chico -. ¿Quieres?
Annie le quitó la caja de las manos y se desplazó hacia la enorme ventana del salón para comenzar a hacerlo. Eso la mantendría ocupada. Cuando Finnick volvió a sentarse frente a Dexter, éste miraba a la chica con curiosidad, como si fuese una especie de animal al que estuviera observando. A Finnick no le gustó nada.
-         Ella no puede oír nada de los Juegos – dijo él, en un tono más bajo -. Ella pierde… el control.
Dexter volvió la mirada hacia él, lamiéndose los labios.
-         Está bien. Llevo siguiendo la trayectoria de Annie desde los Juegos, la Gira... He tratado con otros casos así antes, Finnick, pero el de Annie es diferente.
-         ¿Diferente en qué sentido?
-         Normalmente, en esta clase de casos, el sujeto entra en un estado de… llamémoslo depresión. No son capaces de vivir, y algunos incluso piensan en el suicidio. Experiencias tan traumáticas les dejan en un ambiente de tristeza. Algunos incluso se encierran en la cama… y no vuelven a salir. Incluso locura al extremo.
Finnick intentó apartar de su cabeza las imágenes de Annie durante los primeros días, aquella primera vez que la vio, acurrucada en una esquina de la habitación, con el pelo revuelto y los ojos desorbitados. ¿Cómo hubiera sido si Annie hubiese estado así cada día?
-         Sin embargo, Annie ahora parece… feliz. Al menos lo que yo veo.
-         ¿En la Gira la veías feliz? – gruñó Finnick, recordándola sentada en la silla, con la mirada perdida, tiesa como un palo.
-         Tengo mis contactos, Finnick. Pajaritos.
Dexter se pasó una mano por el pelo engominado, humedeciéndose los labios con saliva. Finnick miró hacia Annie, que estaba sentada con las piezas del puzzle dispersas a su alrededor, concentrada. En esos momentos, parecía la Annie que había sido.
Aunque Finnick apenas podía recordarla de otra manera que no fuese la actual.
-         Me han hablado de ella. De su estado. Quiero… quiero tratarla.
Finnick se levantó, rabioso. Todos venían a por lo mismo. Todos querían experimentar con Annie, como si fuese una cobaya.
-         Fuera – gruñó, señalando hacia la puerta.
-         Finnick, te puedo prometer que mis métodos funcionan.
-         Todos dicen lo mismo, promesas de mierda. Largo.
Dexter se levantó del sofá, alisándose el jersey.
-         Está bien, me iré. Pero, si cambias de opinión…
El hombre sacó una tarjeta cuadrada del bolsillo de su pantalón, extendiéndola hacia Finnick. Al ver que él no hacía ademán de cogerla, la dejó sobre la mesa. Dexter abrió las puertas del salón y desapareció tras ellas.
Finnick se dejó caer en el sillón, exhausto. No sabía si lo estaba haciendo bien con Annie. En algunos momentos se sentía cómo esas pompas, a punto de estallar. Sentía que la vida de Annie se estaba convirtiendo en un montón de mentiras. No le había dicho nada sobre su madre (tampoco ella había preguntado), al igual que no le hablaba sobre la Arena.
Sin embargo, ¿no era su vida también un conjunto de mentiras? ‘Sonríe’, ‘finje que estás bien’, ‘nadie puede saber que odias todo esto’, ‘recuerda no mostrar cuánto te repugna’. Recordó que una vez le dijo a Annie que la Arena te obligaba a fingir constantemente. ¿No era eso lo que estaba haciendo?
Se recordaba a sí mismo cada día que todo lo que hacía lo hacía por el bien de la muchacha, para no dañarla, pero ¿cuánto de buena voluntad y cuánto de egoísmo había en esa afirmación?
Finnick sabía que esa batalla constante estaba acabando con él. Lo veía en su rostro cada mañana. En la manera en la que su barba y su pelo crecían y a él no parecía importarle. En la manera en la que estaba perdiendo la tonificación de sus músculos y tampoco era relevante para él. En cómo aumentaba el color purpúreo de sus ojeras, o en lo cansado que se sentía cada mañana al despertar debido a las noches sin dormir, dando vueltas en la cama, pensando en qué estaba haciendo bien y qué mal.
‘Debería decirle lo de su madre’. ‘No, no debería. Eso la destrozará’.
‘Debería tratarla como una adulta’. ‘No, ella no está preparada para serlo’.
‘Debería dejar que alguien más se ocupase de ella’. ‘No, solo es mi responsabilidad. Nadie más sabe tratarla’.
‘Debería’. Siempre era así.
Finnick apoyó la frente en las palmas frías de sus manos. No podía con todo él solo, pero era la única manera. Mags lo apoyaba, lo ayudaba en todo lo que podía, pero nadie salvo él tenía ese peso de conciencia. Se estaba agrietando como un trozo de madera viejo, y temía romperse del todo.
Finnick levantó la vista y vio la tarjeta, colocada sobre la mesa. Era de color blanco, sencilla, con el nombre de Dexter impreso bajo su título. Finnick pensó en cómo los dos médicos anteriores habían ido directamente al grano, sin interesarse por Annie, sin mirarla siquiera. Y Dexter, aunque la hubiese mirado como si fuese un animal al que observar, al menos se había tomado la molestia de seguir cada paso que daba desde que había salido del estadio. Aunque fuese a través de sus ‘pajaritos’.
Y había llegado a ellos por iniciativa propia.
Finnick alargó una mano hacia la tarjeta. ¿Estaba bien lo que hacía? El chico agitó la cabeza. Estaba harto de preguntarse qué hacía bien o mal. Estaba harto de cuestionarse todo. Nada de lo que hacía parecía ayudar a Annie a recordar, a regresar, y desde luego, nada de lo que había hecho era malo para ella, así que no podía decirse que estuviese actuando de la manera correcta o errónea.
-         Finn…
Finnick se giró. Annie estaba parada justo detrás de él, con la cara seria. Finnick se levantó del sofá, mirándola directamente a los ojos.
-         ¿Lo has acabado? – susurró.
-         Sí. ¿Estás bien?
Finnick sintió la necesidad de abrazarla, pero no lo hizo. Se limitó a colocar una mano en su propio cuello, rozando el pelo largo con los dedos.
-         Sí, tranquila.
-         Vale – sonrió ella -. Tienes más largo el pelo.
Annie llevó una mano hacia los mechones de pelo que caían sobre sus ojos y los apartó, tal y como Finnick hacía con ella cuando el pelo le tapaba la cara. Annie deslizó la mano por la mejilla de Finnick y la apartó, arrugando la nariz. Finnick sonrió. Adoraba ese gesto.
-         Y la barba. No me gusta.
Finnick soltó una carcajada. Colocó un dedo sobre la nariz arrugada de Annie y apretó con suavidad, haciendo que ella riese.
-         Me la quitaré,  te lo prometo -. Annie asintió -. Oye, An… ¿Te… te gustaría hablar con ese señor?
Annie se puso seria de repente.
-         ¿Por qué?
 Finnick podía ver la capa de miedo que cubría sus ojos. Se arrepintió casi al instante de haberlo preguntado.
-         Él… él quiere hablar contigo.
Annie se sentó en el sillón, y Finnick con ella, a su lado. Tenía el ceño fruncido, como si estuviese teniendo una verdadera discusión en su cabeza, y movía la boca con rapidez, sin emitir sonido. Finnick la había visto hacer eso muchas veces, como si estuviese hablando con ella misma. A veces incluso susurraba, aunque él nunca la había escuchado con claridad.
De repente, Annie levantó la cabeza, sin cambiar la expresión.
-         Él… él no va a hacerme daño, ¿verdad?
Finnick dudó. Si él la tocaba, si le hacia algo, algo que pudiera molestarla… Finnick sería perfectamente capaz de quitarle aquella sonrisa de la cara.
-         No, tranquila. Yo estoy aquí para protegerte, ¿recuerdas?
Annie sonrió.
-         Entonces, vale. Él… él parecía bueno.
Finnick se obligó a pensar que era verdad. Dio un beso a Annie en la frente y, cogiendo la tarjeta, salió a la calle.
Para su sorpresa, Dexter estaba en el porche, apoyado contra la verja de la entrada. Al verlo, sonrió, mostrando todos sus perfectos dientes.
-         Te prometo que no voy a hacerle daño, Finnick – dijo, antes de que él pudiese decir algo, poniéndose serio de repente -. No le haré daño.
Finnick asintió.
-         En fin, lo que está en juego es tu cara.
Dexter entendió la amenaza y esbozó una nueva sonrisa.