lunes, 31 de diciembre de 2012

Divergente. 'Bienvenida a Osadía'.

¡Hola! Bueno, bueno, antes de nada, ¡feliz Navidad! Espero que estéis pasando las mejores Navidades del mundo. Hoy es 31 de diciembre, y, como os adoro muchito, pues voy a subir la última entrada del año. Esta entrada en especial se la quiero dedicar a @_LaLa_Sa y a @aluapfdez, porque son geniales. Ale, ahí tenéis mi regalo de Navidad para vosotras :)
Bueno, qué decir. Amo a Cuatro, a Tobias Eaton o como quiera llamarse. Es perfecto, y creo que todo el mundo que haya leído Divergente puede decir que digo la verdad. Así que he querido dedicarle el último fic del 2012. Alguna curiosidad... es que he tenido que cambiar los nombres de las facciones, porque yo me lo leí como Intrepidez, Sabiduría... Pero bueno, creo que no más. Aquí os lo dejo.
PD: Os deseo a todos una feliz Nochevieja y un mejor comienzo de Año Nuevo. No os atragantéis con las uvas. Espero que el 2013 nos traiga grandes cosas como, no sé, todas las películas perfectas que se van a estrenar, los libros perfectos que van a sacar y los nuevos discos que van a salir... Y, sobre todo, espero que se hagan grandes nuevos inventos como, no sé, una máquina para sacar personajes de los libros. Ale.
Que eso, preciosos. ¡Feliz 2013! Os quiero <4


Demasiado alto. Siempre demasiado alto.
Alargo el cuello para ver a qué altura me encuentro, pero una conocida sensación asciende por mi estómago. Primero llegará la incomodidad en el estómago. Luego los sudores fríos y después el temblor.
Es siempre el mismo edificio. Estoy en un techo, con los pies colocados al borde y, debajo de ellos, los metros suficientes para asustarme hasta que me fallen las piernas. ‘Voy a caer’.
Intento controlar los latidos de mi corazón respirando tranquilamente, pero no soy capaz. Veo, debajo de mí, el suelo, demasiado lejos, y sé que si caigo, no habrá ninguna red para agarrarme como en el recinto de Osadía. No hay salvación.
‘Vamos, Eaton’.
Es mi simulación, puedo controlarla. Me siento en el borde del edificio, con las manos sobre el techo, agarrado hasta que mis nudillos se ponen blancos. He pasado por esto otras veces, sé que tengo que hacer. Cierro los ojos e inspiro.
Lo primero que percibo es un aroma conocido, como el carbón. Siempre es ese mismo olor, y me ayuda a concentrarme. Inspirar. Carbón. Espirar. Inspirar. Carbón. Espirar. De repente, el olor desaparece y abro los ojos. Debajo de mí, ahora, está el suelo, y yo estoy sobre él.
Oigo el crujido familiar y sé que lo que va a pasar a continuación. Tanto las paredes como el techo comienzan a cerrarse en torno a mí, agobiándome, y el aire se vuelve más pesado. No solo más pesado. Es como líquido. Me ahogo.
La ansiedad empieza a extenderse por mi pecho, asfixiándome. Apoyo las palmas en las paredes a mi alrededor, haciendo fuerza. Tengo que salir de aquí. A pesar de mis esfuerzos, las paredes continúan cerrándose, aprisionándome, hasta que se quedan fijas dejándome muy poco espacio. No puedo respirar. Noto el sudor deslizándose por mi nuca y mis sienes, y la tela de la ropa se pega a mi piel como si tuviese pegamento. Empiezo a temblar y grito.
-      ¡Ayuda! – chillo.
Intento controlarme, pero empiezo a distinguir en las paredes formas que no quiero recordar. Formas que me aterran. Levanto la cabeza, pero ya no veo el techo, sino túnicas grises que me aprisionan. Necesito salir de aquí. Si no, algo malo va a pasarme. Alguien. Empujo una de las paredes, que hace un ligero  clic, pero no se mueve. Cada vez me ahogo más, y se me nubla la vista. Sin embargo, el miedo a que ese alguien me encuentre es aún peor que el miedo a quedarme encerrado y que pueda hacerme daño. Empujo un poco más y comprendo que no podré salir hasta que me relaje. Me concentro en el olor a carbón de nuevo, imaginándomelo. Inspirar, carbón, espirar.
Cada vez es un olor diferente. Carbón. Arena. Sangre, incluso. Ya no sé si me los imagino o realmente existen en mis Paisajes del Miedo. Pero, hoy por hoy, es lo único a lo que puedo agarrarme cuando necesito salir de algo. De repente, las paredes se abren y caigo al suelo, de espaldas, estirándome todo lo que puedo. Aire. Eso es lo que necesitaba.
Sé cuál es mi siguiente miedo, pero no es el que más me aterra. Me levanto y veo a la misma mujer de siempre. No me fijo en su cara, ya no, solo porque sé que no es real. Si tuviese que hacer esto con alguien en la vida real, su rostro se me quedaría muy grabado. Pero ella no es real, no lo es.
Agarro una pistola que se materializa en mi mano de repente y disparo, sin mirar. Ni siquiera me detengo para observar si la mujer ha caído al suelo o no, porque la visión cambia.
Todos los poros de mi piel queman. ¿Terror? Diría que es mucho más que eso. La camiseta se pega aún más a mi piel, ardiendo, como un hierro candente. Entonces lo veo.
Está justo delante de mí, vestido de gris. Ni siquiera tengo valor para mirarlo a la cara, así como está. Solo puedo fijarme en sus manos, en las que lleva un largo cinturón. Lo reconozco, porque fue el mismo durante dieciséis años. No cambió. Era como una especie de ritual.
-      Tobias – susurra, desenrollando el cinturón.
Inclino la cabeza para mirarme los pies. No sé qué hacer, nunca lo he sabido en este miedo. Y el hecho de que haya sido real, de que me haya pasado, hace que me dé más pánico aún.
-      ¿Qué has hecho, Tobias?
Me alejo de él. Es lo único que sé hacer. Huir, siempre huir de él. Por eso estoy en Osadía, donde él no puede alcanzarme. Y, aun así, lo hace, cada vez que estoy en mi Paisaje del Miedo. Y lo hará durante mucho tiempo. Tal vez nunca pueda huir de él.
-      Nada – contesto, dando otro paso atrás.
No me gusta sentirme vulnerable. Dominado. Me irrita y me hace sentirme débil. Él avanza un poco más, haciendo restallar el cinturón en el suelo. Retrocedo. Justo cuando empiezo a pensar que este pasillo es demasiado largo, mis dedos rozan contra una pared y sé que estoy perdido. Ya me ha alcanzado.
-      Es por tu bien, Tobias – dice, pero solo tengo ojos para el cinturón -. Para que aprendas.
El primer latigazo me pilla desprevenido, justo en la muñeca. Duele. Arde. El segundo latigazo me tira al suelo. Lo único que puedo hacer es acurrucarme en el suelo, cubriéndome la cara con los brazos. Aun así, él encuentra huecos para que el cuero del cinturón me alcance la mejilla y me ciegue. ‘Déjame, por favor, déjame’.
No sé el tiempo que estoy así tirado, puede que horas, incluso años. Dolor es todo lo que soy, y jirones de piel ardiente. Siento la sangre golpear bajo cada marca de cinturón que hay en mi cuerpo, y sollozos son lo único que soy capaz de pronunciar. Jamás podré salir de aquí. Entonces, todo para y solo siento el suelo frío bajo mi mejilla, aunque sigo ardiendo.
Intento levantarme con cuidado, pero me siento tan cansado como si hubiese intentado sujetar un edificio desde los cimientos. Me quedo tumbado durante unos minutos hasta que encuentro la fuerza necesaria para sentarme en el suelo, con la cabeza apoyada en la pared.
Siempre es lo mismo. Supongo que es una conducta un poco masoquista, pero no puedo evitarlo. Siempre que entro en mi Paisaje del Miedo, espero haber perdido alguno de los miedos, pero siempre son los mismos desde que estoy en Osadía. Debería alegrarme de que sean solo Cuatro, eso es algo absolutamente fuera de lo normal, pero por alguna razón eso me resulta frustrante. Y no poder superarlos, aún más.
Me miro las muñecas, sabiendo que no encontraré nada en ellas. Ni piel rojiza ni marcas, pero siguen escociendo como si las hubiese sumergido en ácido. ‘Maldita sea, Tobias, levántate’.
Cuando salgo de la habitación, echando un último vistazo, Lauren me está esperando.
-      ¿Se puede saber qué haces, Cuatro? – dice, jugando con uno de los aros de su ceja -. ¿Te recuerdo lo que nos dijo Eric?
-      Pensaba que había gente aquí – admití.
-      Mentiroso.
Pero no me pide explicaciones. Nunca las tengo que dar, porque, por lo general, la gente me respeta. Es curioso, porque no dejo de ser un transferido de Abnegación, pero incluso los mayores suelen respetarme. Creo que mis miedos tienen que ver bastante con eso.
Sigo a Lauren a través del reciento de Osadía.
-      Eric está especialmente insoportable hoy – dice Lauren, rascándose la nuca -. Parece que le han… ¿Por qué estás sudado?
-      ¿Qué le pasa a Eric? – suspiro, resignado.
-      Das asco, Cuatro. Deberías ducharte.
-      Ahora, de camino – sonrío -. ¿Qué dices de Eric?
Lauren se roza el tatuaje de la muñeca con la uña, bajo la cual tiene restos de tierra.
-      Es terrible. Ha aparecido en el comedor, dando voces. ¿Desde cuándo le importa lo limpio que esté? Está histérico.
-      Es por las pruebas de hoy.
-      Bueno, pero ¿y qué? Quiero decir, si los iniciados van a ser Osadía, que se acostumbren.
Sonrío. Aquí siempre es así. No se preocupan por el estado de las cosas, lo único que quieren es divertirse. En realidad, no tienen ninguna norma. Todo está permitido.
-      Bueno, ¿y a tú qué? – continúa Lauren -. ¿Piensas ducharte?
Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que hemos llegado a mi habitación. Observo a Lauren, con las cejas levantadas.
-      ¿Te vas a quedar aquí como un soldado para esperar mientras me ducho? – pregunto, con una sonrisa.
-      Sí, por si se te ocurre volver a sudar en soledad. Date prisa.
Me meto en mi habitación, quitándome la camiseta mientras me dirijo hasta el baño. Hoy es un día importante para todas las Facciones. Tampoco es que Osadía sea la Facción más recurrida, y los chicos de dieciséis años suelen quedarse en sus Facciones correspondientes, porque temen a lo desconocido, pero siempre hay algunos que quieren escapar de su rutina, ser algo diferente. Y luego están los que, como yo, quieren escapar de su familia.
Bajo el agua caliente de la ducha pienso en mi propio caso. Escapé de una familia destrozada y de un padre que se había propuesto destrozarme a mí. No queda mucho más que decir. Bien podría estar tanto en Cordialidad como en Erudición, incluso en Verdad, pero elegí Osadía. ¿Por qué? Quizá porque los veía fuertes. O quizá porque necesitaba saber defenderme. En cualquier caso, llegué asustado.
Me pregunto cómo serán los Iniciados. Si serán como los del año pasado, todos tan sumamente asustados que era imposible sacar a alguien Osado de ahí dentro. Supongo que me volverá a tocar ser el instructor del grupo inútil, el de los transferidos. Genial.
Salgo de la ducha secándome el pelo con la toalla.
-      ¡Cuatro, maldita sea, date prisa!
Casi puedo sentir la impaciencia de Lauren al otro lado de la pared. No tengo muchos amigos en Osadía, porque no soy de relacionarme con las personas, pero aquí siempre se tiene afinidad con casi todos, porque les da igual quién seas, solo quieren divertirse. Y así conocí a Lauren, así que podría decirse que es una de las pocas personas que aprecio.
Me pongo la primera ropa que saco del armario, porque aquí eso da igual. Todo es negro, así que ¿qué más da lo que te pongas? Es un uniforme, al fin y al cabo. Mientras vayas de negro, vas bien vestido.
Cuando salgo de la habitación, veo a Lauren sacándose la tierra de las uñas.
-      ¿Ya? – dice, sin mirarme.
-      Sí, vamos.
Caminamos hasta llegar al lugar donde nos encontrarán los Iniciados, una enorme red en la que tenemos que atraparlos. Es algo divertido, ver sus caras de miedo, después de haber saltado un enorme edificio. ¿Hace falta que diga lo aterrado que estuve yo mismo? Pues eso.
-      Ya tienen que estar al caer – añade Lauren, colocándose cerca de la red.
-      Nunca mejor dicho.
De repente, distingo un cuerpo cayendo en picado hacia nosotros. Me preparo para recogerla. Veo su pelo rubio ondear alrededor de su cabeza. Es una chica, delgaducha y escuálida al parecer. Entonces, de repente, cuando solo quedan unos metros para que caiga sobre la red, veo su ropa gris.
Es de Abnegación.
Cae sobre la red, rebotando, y tanto Lauren como yo tendemos las manos hacia ella. Sus dedos delgados se agarran a los míos y tira de mí para incorporarse. La sujeto.
Es pequeña, casi como una niña de no más de trece años. Tiene el pelo rubio alborotado, y los ojos azules fijos en todo a la vez, inquietos. Es guapa. Se pone en pie y la suelto, dándole espacio para recuperarse.
-      Gracias – me dice.
-      No lo puedo creer – dice Lauren, sonriendo -. ¿Una Estirada fue la primera en saltar? Nunca lo había visto.
Una Estirada muy valiente, por lo que veo. Una Estirada que no pertenece a Abnegación, pues es mucho más que eso.
-      Hay una razón por la cual los dejó, Lauren – digo, mirando a la chica -. ¿Cuál es tu nombre?
-      Um…
Duda. Definitivamente, ella no es Abnegación. Ni siquiera su nombre le parece bueno para estar en Osadía, y eso ya quiere decir que es lo suficientemente osada como para ser quien quiera ser.
-      Piénsalo – digo, sonriendo para darle ánimos -. Puedes escoger uno de nuevo.
Ser una persona diferente, como yo lo soy.
-      Tris – dice, segura.
Tris. La miro con detalle. Es curioso que una abnegada haya sido la primera en saltar. ¿Por qué habrá huido de Abnegación? ¿A qué familia pertenecerá? No sé por qué, pero el hecho de que venga de la misma Facción que yo hace que me sienta conectado a ella y a su historia.
-      Tris – repite Lauren, colocando una mano en mi espalda -. Haz el anuncio, Cuatro.
Me giro y veo a la multitud de osados que esperan en silencio.
-      ¡La primera en saltar, Tris!
Todos los osados levantan sus puños, aclamándola. Dándole la bienvenida, aceptándola en la familia. Otra persona cae en la red y la ayudo a levantarse. Es una chica también, con la piel oscura y el pelo corto. Sonríe a Tris. Y, de algún modo, yo también lo hago.
Me dirijo hacia Tris, la abnegada, la estirada, la primera en saltar. Viene de casa, de nuestra casa. Los dos hemos huido. Somos… iguales. Pongo una mano en su espalda y la miro, desde arriba, aunque ella no se da cuenta.
-      Bienvenida a Osadía.

sábado, 29 de diciembre de 2012

Capítulo 15. 'La angustia del mentor'.

-      Por dios, tiene que descansar un poco.
Finnick se inclinó en el sillón, con las manos puestas en torno a la boca, angustiado. Ver a los tributos morir en la Cornucopia había sido horrible, más aún deseando que cada tributo que caía no fuese Annie o Kit. Kit había conseguido escapar, llevándose por delante a la chica del seis, a la que había atravesado con la lanza. Había huido hacia el río, siguiendo su curso, hasta estar lo suficientemente lejos. Annie, por su parte, había corrido a través de las palmeras, perseguida por la chica del 1. Finnick era consciente, plenamente consciente, de la rapidez y agilidad de la chica, por lo que había sufrido como si fuese él al que habían perseguido. Y por esa misma razón se había sorprendido cuando el pie de la chica se había quedado enganchado en una liana y había caído al suelo, atravesándose el cuello con su propia lanza. Pero, por suerte, todo estaba bien.
Habían estado alternando imágenes de todos los tributos vivos durante todo el día, pero era Annie la que salía ahora en la pantalla. Caminaba centrada en su camino, entre más y más palmeras, pero no había dormido nada. Se la veía exhausta, después de pasar todo el día corriendo y en pie, sin apenas comer ni beber. Estaba viva, pero ¿por cuánto tiempo, si no comía ni bebía? Finnick se frotó los ojos cuando pasaron a una imagen de los profesionales en torno a una hoguera. Entonces, un avox entró en la habitación, con una bandeja de plata en las manos.
Radis soltó un gritito por la conmoción, y Yaden y Carrie miraron al avox como si no fuese normal que estuviera allí. El avox, por su parte, se dirigió directamente a Finnick y se quedó frente a él, con la bandeja de plata en las manos. Finnick distinguió, con odio, el sobre que había sobre él.
El muchacho alargó hacia la carta la mano y, con un gesto, indicó al avox que se marchase.
-      ¿Qué ha sido eso, Finnick? – preguntó Carrie, con los ojos muy abiertos por la expectación.
-      Cosas de campeones, ya sabes – sonrió Finnick, quitándole importancia -. El Presidente requiere a los campeones para algunos asuntos importantes.
Todos apartaron la mirada convencidos, excepto Radis, que miraba a Finnick con sospecha en los ojos. Solo cuando esta apartó la mirada, Finnick abrió el sobre.

 Querido señor Odair:
Primero y ante todo, deseo que esté teniendo un inicio de los Juegos lo más satisfactorio posible y que sus dos tributos supervivientes estén en las mejores condiciones posibles.
Es para mí un gran placer, del mismo modo, anunciarle que celebraré en mi casa una fiesta en honor al inicio de los Juegos, en cinco días. Como cada año hago, todos los mentores están cordialmente invitados a ella, para disfrutar y deleitarse con la presencia de otros iguales. Sería para mí un inmenso placer contar con su presencia. Como es usted consciente, señor Odair, su simple persona o incluso su simple nombre es uno de mis mayores logros. Por ello, deseo contar con usted para dicho evento. Recuerde, el viernes, a las 20:30 horas. Ansío su respuesta.

Presidente Coriolanus Snow.

Pd: En caso de que acepte acompañarnos en esta velada, por favor, sea puntual.

 ‘En caso de que acepte’. Como si la carta en sí no fuese ya una obligación. Entonces, Finnick descubrió un trozo de papel pegado al dorso de la carta, un trozo pequeño y escrito cuidadosamente.

 Viernes. Mansión del Presidente. Detalles dados en la misma velada. Fdo: Coriolanus Snow.

Esa era, precisamente, la obligación para ir. Cansado, Finnick metió la nota en el bolsillo de su pantalón y miró a la pantalla, pero estaba demasiado cansado por toda la tensión del día que se disculpó y se dirigió a su habitación.
Tras esconder la nota y pasar unos segundos tumbado que le permitieron olvidarse del presidente y sus chantajes, el miedo le hizo temblar. ¿Cómo estarían? Tanto Annie como Kit, luchando por sobrevivir. Uno escondido, probablemente descansando, con un ojo puesto en la noche. Otra huyendo, sin parar, como si el sueño no pudiese vencerla. ¿Sentirían el mismo miedo, la misma angustia que sentía él? Finnick se frotó los ojos muy cansado. Annie. No podía dejar de pensar en la manera en la que ella había llorado en él la noche anterior. Era demasiado vulnerable para estar ahí dentro. Había superado a la chica del 1, pero él no podía obviar que había sido un golpe de suerte. Si esa liana no hubiese estado ahí, Annie sería la que hubiese acabado con una lanza atravesada en el cuello.
Finnick se estremeció, apretando las sábanas de su cama en el interior del puño. Kit era más fuerte que Annie, lo había visto. Ya se había apuntado un cadáver. No le gustaba pensar así, pero sabía que la lástima no iba a ayudar a sus tributos. Con ese pensamiento en la cabeza, Finnick quedó dormido.
Despertó horas después, debido a una pesadilla en la que una lanza atravesaba a Annie y él tenía que verlo tras unos barrotes, sin poder hacer nada. Se ahogaba en su habitación, así que subió a la terraza para estar solo al aire fresco.
Sin embargo, no era el único que había decidido subir allí.
Cuando ella se giró, Finnick esbozó una sonrisa sincera y se lanzó a abrazarla.
-      ¡Johanna!
La muchacha se dio la vuelta sobresaltada. Llevaba el pelo castaño corto, tan corto como un chico, y los ojos almendrados estaban abiertos por la sorpresa. Finnick cogió a la chica por los hombros y le dio un abrazo sincero, un abrazo que envolvía toda la amistad que ellos, en apenas un año, habían forjado.
-      ¿Cómo estás, Finnick? – preguntó ella, separándose de él.
Finnick suspiró y se pasó una mano por el pelo cobrizo. Entonces, justo cuando iba a mentir y decirle que estaba perfectamente, se fijó en el sobre que tenía Johanna semiarrugado en las manos.
-      ¿Tú… también? – preguntó Finnick, colocando una mano tranquilizadora en su hombro.
-      No – negó Johanna, con furia -. No pienso hacerlo.
-      Pero Johanna…
-      ¿Qué, Finnick? ¿Es que no te das asco a ti mismo cuando te acuestas con alguien a quién no conoces? ¿Solo por complacer? No, Finnick. Ya lo hice una vez. Y no puedo volver a hacerlo.
Finnick observó a Johanna. Siempre le había parecido rebelde desde que la conocía. Desafiando al mundo. Pero no era consciente de hasta dónde llegaba su desafío.
-      Sabes que tendrá consecuencias – añadió Finnick, situándose junto a ella -, ¿verdad?
-      Qué más da, Finnick. Yo ya no tengo a nadie que me puedan quitar.
Finnick hizo memoria de la historia de la chica. Había vivido sola con su padre y sus hermanos en un ambiente hostil. Un padre que la había maltratado desde pequeña por el simple hecho de ser una chica y no ser tan fuerte como sus hermanos. Unos hermanos que le habían hecho la vida imposible prácticamente desde la cuna. Por esa misma razón, cuando había ganado los Juegos, había dejado a su familia fuera de la Aldea de los Vencedores, porque, en realidad, nunca había sido su familia, de modo que, si Snow se atrevía a usarlos en su contra, Johanna no lo lamentaría. Al principio, cuando Johanna le contó su historia, Finnick había sentido verdadera lástima por ella, pero ahora sabía que no debía sentirlo así. De alguna manera, Finnick sentía admiración hacia esa chica que había sufrido tanto pero se había mantenido fuerte.
Sin embargo, sí había alguien que le importaba lo suficiente. Finnick lo recordaba.
-      ¿Qué hay de Nell, Johanna? – inquirió Finnick.
La muchacha se tensó.
-      No lo tocarán. No saben nada.
Nell era para Johanna algo más que un amigo. Se habían conocido muchos años atrás y nunca nadie había sospechado que pudieran haber tenido algo, pues Nell era bastante mayor que ella. Pero Finnick lo sabía.
-      ¿Estás segura? – continuó Finnick.
-      Más que segura – gruñó ella.
Finnick se dio la vuelta para mirarla a los ojos. La chica tenía el semblante duro, con la mandíbula apretada por la rabia. Finnick la abrazó de nuevo.
-      No pueden hacerle daño, ¿verdad? – susurró Johanna en su oído.
-      Esperemos que no.
Finalmente, Johanna se separó de él. No lloraba, ella nunca había soltado lágrimas verdaderas delante de él, y probablemente delante de nadie. Johanna apretó la mano de Finnick y se alejó, dejando la carta sobre la balaustrada donde habían estado apoyados. Finnick alargó la mano y la cogió, pero vio, con sorpresa, que el sobre ni siquiera estaba abierto.
‘Podría hacerlo’, se dijo a sí mismo. ‘Negarme, hacer como ella’. Tampoco a él le quedaban familiares en el distrito que Snow pudiese usar contra él. Sin embargo sí que le quedaban personas que le importaban, lejos de él, indefensos. Y si Snow decidía que Annie o Kit tenía que morir de una manera ‘accidental’, Finnick sabía que lo conseguiría. Johanna no era tan considerada con sus tributos. Pero él sí lo era.
Bajó las escaleras de nuevo hacia su habitación, pero se desvió hacia el comedor para ver un rato la tele.
En ese momento, era el baño de sangre lo que estaba en pantalla, una repetición de lo que había ocurrido por la mañana. Solo cortarían las repeticiones si ocurría algo importante. Finnick percibió cómo Annie huía hacia las palmeras, con la mochila, perseguida por la chica del 1. Y cómo Kit acababa con la chica del seis atravesándola con una lanza. No era algo agradable de ver, pero estaba contento de que hubiesen superado esa prueba. A la mañana siguiente debía empezar a conseguir patrocinadores, pero no le sería muy difícil. Tenía a los dos tributos de su distrito vivos, sanos, y era Finnick Odair, cientos de patrocinadores o al menos media centena querrían tener negocios con él.
Justo cuando iba a apagar el televisor, la imagen cambió por una en directo. Casi podía escuchar el silencio de todos los habitantes del Capitolio, despiertos solo para ver los Juegos. Los profesionales se habían dividido para cazar al chico del distrito 11, un chico muy delgado, prácticamente esquelético, que descansaba junto al tronco de una palmera. Fue muy rápido. El chico del distrito 1 se abalanzó hacia él con una maza y le golpeó en la sien, haciendo que el chico despertase aturdido y prácticamente inconsciente. El chico rubio del 2 lo levantó por la chaqueta y lo empujó contra el tronco de la palmera, agarrándolo con fuerza. Entonces, la chica pelirroja del distrito 3 se acercó a él y, mientras los otros lo sujetaban, le cortó una oreja con un cuchillo aserrado.
El grito que dio el chico fue suficiente para que todo el estadio se enterase de dónde estaban los profesionales.
Después de varios minutos dándole patadas, cuchilladas y golpes, el cañón sonó. Finnick tragó saliva, asqueado. La bilis se le subió hasta la garganta cuando imaginó a Annie o a Kit muriendo de esa manera. Pero su cabeza no podía apartar la imagen de Annie siendo apaleada por esas bestias. No, tenía que ponerse manos a la obra. No había tiempo que perder.
Apenas durmió esa noche. Y, cuando los primeros rayos del amanecer entraron por la ventana de su habitación, se vistió como mejor pudo, se maquilló con los pocos productos que pudo conseguir y salió a la calle, dispuesto a cumplir su tarea como mentor.



sábado, 15 de diciembre de 2012

Capítulo 14. 'Un inicio sangriento'.

Annie despertó con la sensación de que el resto del mundo había desaparecido, y solo quedaban ella, su miedo atroz, y su estómago nervioso dando vueltas en su barriga, provocándole fuertes temblores.
Había estado preocupada por cosas que, en ese mismo instante, no tenían ninguna importancia para ella, como caerle bien a la gente del Capitolio, hacer que la adorasen, convencer a Finnick para que no tuviese favoritismos, hacer alianzas… Pero el peligro real siempre había estado ahí y ella no había querido verlo: ¿cómo iba a poder sobrevivir a un baño de sangre en el que iban a enfrentarse veinticuatro chicos, algunos de ellos el doble de grandes y experimentados que la misma Annie? Cerró los puños en torno a las sábanas y, segundos después, entró Yaden en la habitación.
-      Vamos, Annie, tenemos mucho que hacer.
Annie salió de la cama con una sensación de amargura en la garganta. ‘No quiero morir, no quiero morir’. Eso era todo en lo que la muchacha podía pensar cuando Yaden la dirigió casi a rastras al tejado, cuando montó en el aerodeslizador que la llevaría a las catacumbas bajo el estadio, cuando una mujer vestida de blanco le colocó el localizador bajo la piel. Ni siquiera notó el pinchazo de la aguja en el brazo cuando lo hizo.
Media hora más tarde, cuando el aerodeslizador aterrizó finalmente, fue Yaden otra vez quien tuvo que poner en movimiento a la muchacha, que sentía los golpes frenéticos de su corazón en el pecho. Un latido desbocado que le decía que le faltaban pocos minutos de vida. Annie intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca, y la lengua le raspaba en el paladar. ‘No quiero morir, no quiero morir’. Cuando llegaron a la sala de lanzamiento, Annie se dio una ducha breve y dejó que Yaden peinase su cabello. El pelo suelto, recogido parcialmente con tres trencitas a cada lado de la cabeza que dejaban mechones sueltos en torno a su cara y las ondas castañas caer más allá de sus hombros. Solo cuando Annie ya estaba lista, aguantándose las ganas de vomitar el breve desayuno que había tomado en el aerodeslizador, Yaden cogió la ropa.
Se trataba de un traje sencillo, ajustado al cuerpo y muy ligero. Mallas de un azul muy oscuro, tanto que parecía negro. Botas altas, hasta casi la rodilla, también oscuras, con la suela absolutamente plana. Camiseta blanca de tirantes y chaqueta amarilla, con capucha.
-      Al parecer, es un sitio caluroso, porque la ropa está diseñada para mantener la temperatura natural de la piel.
Annie miró a Yaden. ¿Un sitio caluroso? ¿Sería un desierto? ¿Unas inmensas dunas, sin posibilidad de esconderse? ¿Un terreno árido y plano, con apenas unos resquicios en el suelo para que los tributos pudieran esconderse, evitando acabar los juegos en un día? La muchacha tragó la bilis que le subía por el estómago, apretando los dedos en torno a su ropa nueva.
Yaden agarró a la chica por la nuca y la obligó a mirarlo a los ojos, a esos ojos verdes tan normales.
-      Te deseo la mejor de las suertes, Annie Cresta.
Annie asintió, incapaz de emitir ningún sonido. Se sentía apunto de vomitar si abría la boca. Minutos después, una voz femenina, demasiado irreal, anunció que había llegado el momento. Yaden acompañó a la chica hasta el cilindro que la lanzaría a la Arena y la ayudó a situarse correctamente sobre él.
-      Recuerda – dijo, antes de que las puertas se cerraran -. Ya eres la princesa del océano. Ahora demuéstrales que eres la…
Las puertas de cerraron completamente, aislando a Annie de otro sonido que no fuese el sonido de su propia respiración, pero distinguió la palabra en los labios de Yaden: reina. Entonces, antes de que pudiese formular un ‘gracias’, el cilindro comenzó a elevarse.
Lo primero que la recibió fue la abrasadora luz del sol en los ojos y el hecho de que no soplaba el viento. Frente a sus ojos, tenía la enorme Cornucopia dorada, repleta de mochilas y armas de distintos tipos. Annie localizó una mochila pequeña a unos metros de ella y se concentró en esa.
-      Damas y caballeros – anunció la aguda voz de Claudius Templesmith -, ¡que comiencen los Septuagésimos Juegos del Hambre!
Annie aprovechó los sesenta segundos de preparación para ver el estadio. Se encontraba en un terreno plano, con apenas unos hierbajos de un color amarillento. Detrás de ella, solo había un muro demasiado alto de cemento, un muro sin grietas ni huecos para escalar o esconderse. El muro parecía no tener ni principio ni fin. Tras el enorme cuerno dorado y alrededor de él, había una jungla llena de palmeras exóticas, aunque muchas de ellas casi secas. Y, más allá de las palmeras, una enorme montaña, lo que daba la sensación de estar encerrados en un enorme anillo. A su derecha, Annie escuchó el fluir de un río, pero éste parecía nacer del mismo muro.
A medida que los segundos pasaban, el miedo se iba apoderando de ella. Kit estaba dos tributos más allá, con el pelo despeinado, muy concentrado en algo situado en la Cornucopia. Annie sintió cómo el miedo volvía a apoderarse de ella. ‘No quiero morir, no quiero morir’.
Tres segundos. Dos. Uno.
El gong sonó. Todos los tributos salieron disparados hacia la Cornucopia, pero fueron los profesionales los que llegaron primero. Annie, por su parte, se lanzó hacia la mochila que había localizado y se la echó a la espalda, corriendo hacia las palmeras. Cuando se vio a salvo, o todo lo a salvo que uno se podía encontrar en una situación como esa, se permitió mirar hacia la Cornucopia.
Ya había muertos en el suelo, y los profesionales atacaban con todas las armas posibles. Annie no vio a Kit por ninguna parte, y deseó con todas sus ganas que no estuviese en el suelo.
Entonces, la vio.
La chica del distrito 1 corría hacia ella, con una lanza en las manos. Annie echó a correr, y sería correcto decir que corría porque su vida dependía de ello. Esquivó palmeras que parecían salir de la nada, como si fuesen motas de polvo que se compactasen de repente ante sus ojos. Annie sabía que no aguantaría mucho más corriendo, pues no estaba acostumbrada a esa clase de ejercicio. Si de nadar se tratase, entonces haría tiempo que la habría dejado atrás. Entonces, dejó de oír su carrera.
Annie se giró, agarrándose a una palmera y la buscó, asustada. ‘Maldita sea, ¿qué haces?’, se reprendió a sí misma. ‘Huye, corre ahora que puedes’. Sin embargo, la chica no la perseguiría más.
Lo primero que vio Annie fue su moño oscuro en lo alto de su cabeza. Estaba bocabajo, tumbada en el suelo. Annie supo que estaba muerta, porque uno no podía tumbarse así porque sí en el suelo en una situación como aquella. Miró a su alrededor en busca del asesino, pero no había absolutamente nadie. Fue cuando miró otra vez al cadáver cuando se dio cuenta de lo que la había matado.
La lanza que había llevado en la mano había atravesado su cuello, totalmente, y ahora la punta estaba a un metro y medio por encima de su cabeza. Al parecer, la muchacha habría tropezado en su carrera y se había clavado su propia arma. Muy a su pesar, Annie sintió la necesidad de reír. Era tan ridículo…
Mirando a la chica por última vez, Annie echó a correr, alejándose de allí.
Corrió prácticamente durante todo el día, alternando tiempos para andar y recuperar el aliento. Cuando se sintió lo suficientemente lejos de la Cornucopia, abrió la mochila y, para su sorpresa, tenía más de lo que podía esperar. Una navaja pequeña, una cuerda de varios metros, una caja con comida suficiente para un par de días y una botella llena de agua fresca. En ese momento, mientras daba un pequeño sorbo a la botella, sonaron los cañones.
Catorce en total. Eso, ya de por sí, era una barbaridad, porque si habían muerto catorce en unas horas, Annie no quería ni imaginar los que podrían morir antes del día siguiente. De nuevo, deseó que Kit siguiese vivo.
Hacia la media tarde, cuando el sol del crepúsculo ya tornaba el cielo de un color anaranjado, Annie oyó un grito demasiado cerca. Aumentó la velocidad de sus pasos y, a los pocos segundos, se oyó un nuevo cañonazo. Otro tributo caído. El miedo se extendía por el cuerpo de Annie. La Cornucopia había sido fácil, en comparación con lo que quedaba, porque ahora, los profesionales buscarían a tributos concretos, y no irían a matar a primero que se encontrasen. En ese momento, Annie decidió sacar la navaja y guardársela en el bolsillo de la chaqueta.
Al caer la noche, el cielo oscuro fue recibido con el himno de Panem, tras el cual comenzaron a sucederse las fotos de los caídos. Primero, la chica del uno, y tras ella, pasaron directamente a la chica del cinco. Annie suspiró de alivio. Kit seguía vivo.
Annie continuó andando hasta bien entrada la noche. Entonces, las palmeras acabaron y vio, frente a sus ojos, el muro de cemento macizo. No era posible. Había estado caminando en línea recta, en dirección a las montañas. ¿Cómo había podido llegar al lugar opuesto a su dirección? Annie volvió la vista atrás y vio las montañas a su espalda. No, no podía ser. Había visto las montañas en todo momento. No tenía ningún sentido. Entonces, la luna apareció en lo alto del enorme muro y un destello a su izquierda captó su atención.
Allí estaba. La enorme Cornucopia dorada. Vacía, completamente vacía. No lo entendía. ¡Había estado huyendo todo el día de la Cornucopia! ¿Cómo había podido llegar a ella de nuevo? De repente, unas voces lejanas la sorprendieron, y se apartó del muro, escondiéndose tras el tronco grueso de una enorme palmera. Los profesionales aparecieron, en grupo, bromeando. Annie pudo distinguir cómo el chico del distrito 1 limpiaba la punta de su cuchillo con el borde de su camiseta blanca. Eran cuatro. El chico del 1, los dos del 2 y la chica pelirroja del 3. Annie pensó en el chico bajito e inútil del distrito 3. Al final había escapado. Los profesionales se sentaron en la boca de la Cornucopia y comenzaron a contar detalladamente cómo habían matado a cada una de sus víctimas. Incapaz de oír, Annie se alejó de ellos.
Miró al muro de nuevo. Seguía desconcertada. ¿Cómo había podido llegar hasta él, si había tomado justo la dirección contraria? Se giró, dirigiéndose hacia el punto opuesto al muro, y comenzó a andar, procurando no hacer ningún movimiento brusco que pudiese desconcentrarla o alertar a los profesionales de su posición. Estaba demasiado cerca.
Sabía dónde tenía que ir. Sabía cuál era el propósito que tenía que mantener, además del de seguir con vida.
Tenía que encontrar a Kit. Y tenía que hacerlo pronto.

 
 

sábado, 8 de diciembre de 2012

Capítulo 13. 'Cuida de ella'.

Finnick se relajó en el asiento. No había estado tan mal, de hecho, había sido bastante satisfactoria. Annie había conseguido hacer reír al público, emocionarlo, conquistarlo, al fin y al cabo. Era todo cuanto necesitaba. Y Kit estaba siendo otra cosa. Finnick pudo ver como varias mujeres suspiraban cada vez que utilizaba una de sus miradas. Era más de lo que podía pedir. El público estaba encantado con su distrito.
-      Dime, Kit – decía Caesar -. ¿Cómo lo has hecho para convertirte en esto? Has pasado de ser un niño a un verdadero caballero en unos días.
Kit miró al público, deteniéndose expresamente en las mujeres. Sonrió, haciendo que sus ojos se enfocaran de una manera muy sexy.
-      Digamos que Carrion, mi estilista, tiene mucho que ver. Me ha mejorado bastante. Y Finnick, él me ha moldeado. Ni siquiera yo me reconozco en esto.
El público reía, tímidamente. ‘Vamos, Kit’, pensó Finnick, satisfecho. ‘Vas muy bien’.
-      El punto está en que yo no sabía que podía ser así – continuó el muchacho -. Era como si este Kit estuviese escondido.
-      ¿Y te gusta? – preguntó Caesar.
-      Lo adoro – respondió él, haciendo énfasis en la palabra ‘adoro’.
El resto de la entrevista siguió en el mismo tono. Entonces, Finnick localizó a Annie, sentada entre los tributos. Estaba relajada, pero sus ojos brillaban más de lo que deberían. Entonces, un rayo de luz pasó por su cara el tiempo suficiente para que él pudiese darse cuenta de que tenía las mejillas mojadas.
Estaba llorando.
El pecho de Finnick se encogió. No soportaba verla llorar. Sintió la necesidad de levantarse, ir derecho hacia ella, apartarle las lágrimas de la cara y decirle que todo iba a estar bien, pero claro, nada estaba bien.
El público adoraba a Kit; Finnick pudo notarlo cuando la entrevista se acabó. Se los había metido en el bolsillo. Sin embargo, Finnick no podía pensar en cómo utilizar esa adoración, porque solo podía preocuparse por Annie. Y así pasó el resto de la noche, buscando sus miradas cada vez que ella miraba al público. Suspirando de impotencia cada vez que ella se apartaba las lágrimas de la cara. Cuando el chico del distrito 12, un chico delgado, demacrado, con el pelo de un rubio grisáceo demasiado largo, acabó su entrevista, todos los tributos se levantaron para escuchar el himno. Finnick observó a sus dos tributos, juntos, separados por apenas centímetros el uno del otro. Kit, tan satisfecho y seguro de sí mismo. Annie, tan seria, con las mejillas ya secas. Cuando los tributos salieron del escenario, él corrió a por ellos.
Sin embargo, cuando llegó, se llevó una enorme decepción. Annie no estaba allí, con Yaden, Radis, Carrie y Kit.
-      ¿Dónde está Annie? – preguntó, tragando saliva.
-      Se ha ido a su habitación – respondió Kit, extrañado -. Quería estar sola.
Finnick frunció el ceño. Tenía que hablar con ella, a solas. Pero, primero, debían cenar.
Subieron a su piso, cenaron como todas las noches, aunque la ausencia de Annie era evidente. Sobre todo cuando vieron las entrevistas. Finnick se dio cuenta de detalles en los que antes no había reparado, por ejemplo, en cómo Annie parpadeaba rápidamente para contener las lágrimas cuando Caesar le había hablado de su madre. Cómo se había sentado antes de la entrevista de Kit, cansada, como si le hubiesen tirado toneladas de cemento encima. Cómo se había girado para apartarse las lágrimas y seguir fingiendo frente a la cámara. Sin embargo, nadie en la sala, salvo él, parecía darse cuenta, así que esperó que tampoco lo hubiese hecho la gente del Capitolio.
Cuando se apagó la televisión, Radis dio un abrazo a Kit, deseándole buena suerte, y luego fue a hacer lo mismo con Annie. Mientras tanto, Finnick acompañó a Kit a su habitación.
-      ¿Cómo estás, Kit? – preguntó Finnick, poniéndole un brazo en el hombro.
-      Bien, creo. Tengo ganas y miedo a la vez. Es raro.
-      Lo es – repitió Finnick.
Continuaron callados hasta la puerta del chico. Entonces, antes de que este pudiese entrar, Finnick se detuvo frente a él.
-      Escúchame. Ya sé que es mucho lo que te voy a pedir, Kit, pero tienes que hacerlo.
Kit asintió, pasándose una mano por el pelo.
-      Tenéis que protegeros el uno al otro – soltó Finnick.
-      ¿Cómo, una alianza quieres decir? – respondió Kit, contrariado.
-      Algo así.
-      ¿Por qué?
Finnick suspiró. Sabía que era demasiado lo que le estaba pidiendo. Arriesgar su vida por la de Annie. O incluso formar una alianza con ella para que, al final, tuviesen que separarse, morir por separado. Finnick movió la cabeza. No podía permitirse pensar de ese modo.
-      Sois más fuertes juntos. Solo por un tiempo, Kit. Solo para sobrevivir al primer asalto.
Kit dudó, mirando al vacío. Y Finnick lo entendía. Él jamás se habría aliado con Alysha, pero no era lo mismo. Alysha jamás podría ayudarle, no había comunicación entre ellos, y él detestaba sus llantos. Sin embargo, Kit y Annie, los dos juntos, eran un equipo desde el principio. Se llevaban bien. El Capitolio les adoraba. Se podían compensar el uno al otro.
-      Está bien – susurró Kit, entonces.
Y Finnick sintió el mayor alivio del mundo. Palmeó el cuello del muchacho, deseándole suerte, y se alejó de allí, en busca de Annie.
Cuando llegó a su habitación, llamó varias veces, pero nadie respondía. Así que decidió entrar por su cuenta.
La habitación estaba vacía. El hermoso vestido de ‘princesa del océano’ estaba tirado a los pies de la cama, que estaba deshecha. Finnick se acercó a recoger el vestido, con la suave tela entre sus dedos.
-      ¿Annie? – llamó. Pero no contestó nadie.
Justo en ese momento, la puerta se abrió. Finnick se giró, aún con el vestido en la mano, y vio a Annie, con una bandeja de comida en los brazos. Pero no fue la comida en lo que se fijó.
Annie apenas estaba vestida. Solo llevaba unas braguitas blancas y una camiseta lo suficientemente larga como para taparle la parte baja de la espalda. Ambos se quedaron mudos, mirándose el uno al otro, sonrojados.
-      Esto es vergonzoso – susurró Annie, entrando en la habitación.
La muchacha cerró la puerta de una patada, dejando la bandeja sobre una cómoda. Finnick soltó el vestido sobre la cama, azorado, y se acercó a ella.
-      ¿Cómo estás? – preguntó.
Sin embargo, ella lo esquivó, hasta meterse en el baño. Finnick la siguió, como una sombra.
-      Bien – mintió Annie.
-      No te creo.
-      Tú mismo.
-      Annie…
Entonces, la muchacha se giró, apoyada en el lavabo. Finnick pudo ver su reflejo en el cristal justo detrás de la chica, pero devolvió rápidamente la mirada a Annie. Tenía los ojos llenos de lágrimas, de nuevo.
-      Tengo miedo, Finnick – dijo, en apenas un murmuro.
Sin pensarlo, Finnick atravesó la habitación y estiró los brazos hacia ella, envolviéndola. Enterró la cara en su pelo castaño, lleno de ondulaciones suaves, y Annie se dejó caer en sus brazos.
-      Tengo miedo – repitió ella, agarrando la camisa oscura de Finnick con los dedos.
Él la estrechó más contra su pecho. ¿Qué podía decirle? ¿Que no se preocupase, que él iba a estar ahí para ayudarla? Por supuesto que estaría, pero el estadio no era solo ‘ayuda de fuera’. Finnick no podía entrar ahí para protegerla.
-      Lo sé, Annie – respondió, acunándola -. Sé que tienes miedo.
Dejó que la muchacha llorase en sus brazos largo y tendido. Cualquiera que viese la imagen desde fuera podía pensar que Annie era débil, pero no lo era. Ni mucho menos. Nadie podría llamar débil a una persona que iba a enfrentarse a eso.
-      No soy nada, no voy a conseguir nada – seguía sollozando ella.
-      Eres valiente, Annie – dijo Finnick, acariciándole el pelo.
-      No soy valiente, mírame…
-      Hay muchos tipos de valentía, y hay que ser muy valiente para decir que tienes miedo.
Annie se separó de él, apoyando una mano temblorosa en su pecho. Le miró a los ojos, con una confianza que nadie, absolutamente nadie, había depositado en él antes.
-      Quiero volver a casa.
Finnick le devolvió la misma mirada, incapaz de contestar. Estaba claro que ella conocía sus intenciones de devolverla a su hogar con vida. No hacía falta que se lo aclarase otra vez.
-      Tengo que cuidar de mi madre.
Entonces, sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas, y Finnick la abrazó de nuevo.
-      Si… si yo no…
-      Calla – ordenó Finnick. Ni él ni ella podían pensar así.
-      Cuida de ella, Finnick. Por favor, cuida de ella.
‘No hará falta’, pensó él. ‘Podrás hacerlo tú’. Y en ese momento, Finnick tuvo muy claro que haría todo lo posible por sacarla del estadio. Viva.
Se quedaron así durante horas, días, años. Los dos abrazados hasta que Annie se calmó. Entonces, Finnick se puso en pie, levantándola, y la llevó a la cama. Cogió la bandeja con comida, en la cual había un caldo que olía demasiado bien, y se lo dio, cucharada a cucharada. En silencio. Cuando ya no había nada de caldo en el cuenco, Annie, apartó la mirada, sonrojada.
-      Esto sigue siendo demasiado vergonzoso – susurró, con la voz ronca.
-      Solo ejerzo de mentor – sonrió el chico -. Con suerte, no tienes a otro con el que compararme.
Annie soltó una pequeña carcajada y le miró.
-      Gracias, Finnick.
El chico se acercó a ella y le colocó las manos a ambos lados de la cara. Ella le miraba fijamente, con seguridad. Él habló entonces.
-      Tienes que aliarte con Kit, Annie.
-      ¿Por qué?
-      Tenéis más posibilidades juntos. Al menos por un tiempo. Hasta que las cosas se pongan difíciles.
Annie tardó bastante menos que Kit en contestar.
-      Vale.
Entonces, Finnick se inclinó y depositó un beso en la frente de la chica. Ella no pareció sorprendida en absoluto. Después de mirarla a los ojos una vez más, Finnick se levantó y se dirigió a la puerta.
-      Me alegro de que seas mi mentor, Finnick – dijo Annie, sobresaltándolo.
Finnick se giró, con una mano en el pomo de la puerta.
-      Te veo en unas semanas, Annie.
Y salió de allí.
Minutos después, cuando entró en su habitación y cerró la puerta a su espalda, se dejó caer en el suelo, derrotado.
Ahora sí que sí. La suerte estaba echada. No había otras opciones. Ganar o morir. Fuese cual fuese el destino de Annie, ya estaba escrito.
Annie tenía que salir viva del estadio. Y, si ella no estaba destinada a eso, Finnick tendría que cambiarlo. Pero tenía miedo de no poder hacerlo.
El muchacho apoyó la cabeza entre las rodillas y, por primera vez en mucho tiempo, lloró. Y, por primera vez en su vida, no lloró por él mismo.