sábado, 24 de noviembre de 2012

Capítulo 11. 'Quiero irme a casa'.

-      Entonces, ¿lo tienes todo claro?
Kit asintió, forzando una sonrisa.
Habían practicado durante horas diferentes formas de presentarse ante el público. Siguiendo las mismas pautas de Mags, Finnick había tratado de establecer una actitud que favoreciese al chico, empezando por la que él mismo había utilizado. ‘Si puedes usar tu físico, Finn, úsalo. Eso es lo que les importa. La belleza mueve al mundo. La gente se vuelve bella para agradar al resto. Si posees belleza, los tienes’. Kit no era como Finnick, porque nadie en el mundo lo era. No tenía sus ojos verdes, su pelo cobrizo o su gracia al andar o al hablar, pero era apuesto. Así que, Finnick había tratado de enfocar su actitud hacia la seducción.
Sorprendentemente, Kit era un seductor nato.
Finnick no sabía decir si eran sus sonrisas, la manera en la que sus muecas formaban hoyuelos en sus mejillas o sus miradas, pero sintió que Kit era bueno en eso. ‘Si posees belleza, los tienes’. Kit no era excesivamente bello, pero se compensaba con su actitud.
A Finnick le gustaba lo que veía.
-      Realmente, no me siento seguro haciendo esto – dijo el chico, apartándose un mechón rebelde de la frente.
-      Se te da muy bien, Kit – admitió Finnick -. Se derretirán contigo.
-      ¿Eso crees?
-      Eso sé. Y ahora, vete, Radis te espera.
Kit se levantó del sillón y se dirigió a la puerta, encorvado. Se había propuesto ser duro y estar concentrado, pero no había servido para nada, tan solo para cansarse. ‘Yo no soy así’, le había dicho a Finnick. ‘Aparentar ser algo que no soy es agotador’. Y Finnick, además de entenderlo, no podía estar más de acuerdo.
-      No me entusiasma mucho la idea de estar cuatro horas con Radis – admite Kit, colocando una mano sobre la puerta.
Finnick rió.
-      Créeme, Kit, te entiendo perfectamente.
El muchacho abandonó la habitación en una carcajada. Finnick no podía estar más satisfecho: por primera vez, las cosas empezaban a salirle bien. Sin embargo, detrás de esa felicidad, había una sombra de duda y miedo, porque no tenía claro si esa buena suerte llegaba más tarde que pronto.
Finnick ordenó que le trajesen la comida al salón, porque no le apetecía encontrarse con Radis. La última vez que se habían cruzado, ella le había mirado con miedo. Ya no había deseo en sus ojos desde el momento en el que él se había enfrentado a ella. Así que, teniendo lejos la presencia de Radis, Finnick estaba relajado.
Acabó de comer  y, mientras una pareja avox se llevaba los platos, se levantó, observando la calle a través de la ventana. La gente paseando, observando las pantallas repartidas a lo largo de toda la ciudad, apostando por sus posibles ganadores. Finnick ignoró todo eso, pues no podía sino sentir asco, así que se limitó a observar la belleza de la ciudad. Sus edificios de colores vistosos, al igual que los adoquines de las calles. La manera en la que el sol se reflejaba en el agua de los ríos que se adentraban en la ciudad. El Capitolio tenía una belleza que pocos lugares tenían.
Finnick se giró y, sorprendido, observó a Annie, sentada en el sillón, cruzada de piernas y brazos. Tenía el pelo recogido en una trenza, pero varios mechones se escapaban de ella, enmarcando su rostro. Finnick observó que estaba descalza, con los pies rojos y doloridos a causa de las prácticas con los tacones altos.
-      Hola – saludó Annie, tímidamente.
Finnick se sentó frente a ella, con un dedo sobre los labios. Intentaba concentrarse en el enfoque de la muchacha, pero era difícil. No dejaba de pensar en cómo ella parecía negarse a seguir viva. Una y otra vez, una y otra vez.
-      Bueno, di algo – susurró la chica, apartando la mirada de él.
-      ¿Qué quieres que diga?
-      No sé. Que me perdonas.
Finnick levantó las cejas, irguiéndose.
-      ¿Por hacer qué?
Annie parecía desconcertada.
-      Por… ¿ser tan horriblemente pesimista? – Finnick alzó más aún las cejas, divertido -. Bueno, te he contado mi secreto más preciado. Eso debería compensarse.
Annie sonrió, haciendo que Finnick sonriese a su vez. Sin embargo, una palabra había calado en su mente. Secretos. Él conseguía los secretos de otra manera. El secreto de Annie no era comparable a esos.
-      Vale, entonces – admitió Finnick -. Se compensa. Así que… ¿qué vamos a hacer contigo?
Annie sonrió. Finnick no podía creer en cómo una simple sonrisa podía transformar tanto su cara. Parecía más joven, más fuerte, menos asustada.
-      ¿Qué tal si pruebas con un enfoque seductor? – sugirió Finnick, siguiendo la misma pauta de Kit.
-      ¿Seductor? – Annie parecía altamente sorprendida -. Finnick, soy todo menos seductora.
-      ¿Pasional?
Annie se inclinó hacia delante, con la boca abierta y las cejas muy levantadas.
-      Pasional – soltó, como si fuese una palabrota -. ¿A qué te refieres con pasional?
Finnick soltó una carcajada silenciosa, entendiendo el porqué de esa pregunta.
-      No me refiero a que tengas que tirarte sobre Caesar cuando entres, o ser… una seductora masiva. Lo que quiero decir es que tu madre se desmayó en la cosecha. Enfócalo todo a ‘quiero volver por mi madre’, ‘voy a volver por ella’…
-      ¿Fingiendo de nuevo, entonces? – inquirió Annie.
-      Siempre fingiendo.
Finnick observó, a medida que pasaba la tarde, que cualquiera de los papeles que Annie interpretase, le venía como anillo al dedo. Pasional, humilde, retraída o leal. Cualquiera era adecuado para ella, pero hubo uno que sobresalía sobre todos ellos.
Cuando no fingía.
Entre papel y papel, Finnick podía ver cómo de adorable era Annie sin darse cuenta. Era una niña entrañable, a la que, inevitablemente, tenía que cuidar y proteger. Podía ver vulnerabilidad y miedo, pero también fuerza y determinación. Podía ver que Annie se ganaría al público simplemente siendo ella misma.
-      Olvida todo lo que hemos hecho – soltó Finnick, cortando su discurso orgulloso.
-      ¿Qué?
-      Olvida la interpretación. Sé tú misma, sabes hacerlo. Muestra todo lo que te muestras a ti misma.
Annie tragó saliva, asustada de repente.
-      Hay veces que me escondo de mí misma, Finnick – admitió.
-      No haces eso conmigo. Puedo verte al completo.
Ambos se miraron durante un breve período de tiempo, hasta que Annie apartó la mirada. Finnick continuó hablando:
-      Soy muy observador, Annie. Y tú, aunque no te des cuenta, muestras mucho más de lo que quieres mostrar. Dime, ¿a cuántas personas has querido enseñar tu fuerza? ¿O tus miedos? ¿O el temor a que tu madre enferme demasiado, o a tener que acabar con alguien ahí dentro? ¿O al quedarte sola en la Arena? ¿A cuánta gente te has mostrado agradable, tímida y adorable sin querer?
Annie cada vez parecía más sorprendida. Finnick suspiró, parando su discurso. No parecía muy convencida.
-      ¿Todo eso has visto en mí? – susurró Annie.
-      Todo eso y más, Annie – admitió Finnick.
Annie se giró, apartando la mirada, visiblemente incómoda. Al mismo tiempo, Finnick sonrió. Sin motivo. Simplemente lo hizo.
-      Entonces… ¿sin fingir?
-      Sin fingir.
-      ¿Nada?
-      Absolutamente nada.
Annie frunció el ceño y, entonces, le miró directamente a los ojos. Mar contra tormenta. Ambos aguantaban la respiración, como si sus alientos pudiesen romper el contacto visual que se había establecido entre ellos. Finnick podía ver las palabras en la garganta de Annie, esforzándose por salir al exterior, abriéndose paso por su cuello. Esperó pacientemente. No sabía qué quería decirle la chica, pero no se iría ni dejaría que ella se fuese sin oírlo.
Entonces, ella lo dijo.
-      ¿De verdad vas a sacarme del estadio viva, Finnick?
Su voz estaba relajada cuando habló, pero había un deje de inseguridad en ella. Finnick la observó con cuidado, recordando detalles que había observado sobre ella. La manera en la que un mechón de pelo caía sobre su hombro. La manera en la que sus mejillas se habían sonrojado ligeramente. Cómo caía la blusa blanca sobre su cuerpo. Las marcas de los tacones en sus pies descalzos. Pero sobre todo recordó que Annie era magia. Desde aquel momento en el que se convirtió en una sirena. Y el mundo no podía vivir sin magia.
-      Sí – respondió Finnick.
-      ¿Estás eligiendo, pues? – preguntó Annie, inclinándose hacia delante en el asiento.
El estómago de Finnick se colocó repentinamente en su garganta. Aunque lo negase, sabía perfectamente que estaba eligiendo. Que sabía a quién quería ver fuera del estadio, viva y a salvo.
‘Maldita sea, Mags. ¿Cómo lo hiciste?’, se preguntaba. Mags nunca dudó a quién prefería. Estaba claro que iba a ayudar a Finnick desde el principio, y él no podía entender cómo se había desquitado con su compañera. Claro, que la situación era bastante distinta cuando él había ido a los Juegos, pues todo el mundo sabía que Alysha no conseguiría hacer nada en el estadio. Sin embargo, tanto Annie como Kit tenían esperanzas. El estómago de Finnick se contrajo, más, creando una inmensa bola.
-      Annie… - comenzó.
-      Da igual – interrumpió ella, agitando la cabeza, de modo que se escaparon más mechones de su trenza -. No quiero saberlo. Haz lo que tengas que hacer.
Se quedó en silencio entonces, con la cabeza agachada. Entonces, alguien llamó a la puerta y la cabeza de Kit asomó por la abertura.
-      Os esperamos para cenar – indicó con una media sonrisa.
Finnick fue incapaz de mirarlo. Se sentía horriblemente culpable, pero ¿qué podía hacer? Sabía que, hiciera lo que hiciese por evitarlo, al final, él intentaría con muchas más fuerzas que Annie ganase la competición. Y eso significaba que, inevitablemente, Kit iba a morir.
Finnick observó, al mismo tiempo, que Annie tampoco le miró. Estaba pálida, con una expresión de culpa en el rostro. Finnick quiso acercarse y decirle que ella no tenía por qué sentirse así, que eso era decisión suya, del mismo Finnick, pero no fue capaz.
Kit, desconcertado ante el silencio de la habitación, salió, cerrando la puerta. De repente, Annie se relajó y una lágrima cristalina cayó por la comisura de su ojo izquierdo. Entonces, empezó a llorar.
-      Eh – susurró Finnick, acercándose a ella -. Eh, Annie, oye…
-      No quiero esto – sollozó la muchacha -. Morir o matar, fingir, mentir… No puedo.
Finnick se sentó a su lado y la miró mientras lloraba. No iba a decirle algo como ‘no te preocupes, sí que puedes’, porque nadie podía con algo así. Ni siquiera él, después de cinco años, había logrado acostumbrarse a sus pesadillas sobre sus Juegos, y estaba emocionalmente destrozado a causa de la culpabilidad que implicaba ser mentor. Ahora entendía a Mags cuando le dijo que no debía haberlo hecho. Tenía razón, como siempre.
Annie parecía empequeñecer más con cada lágrima. Finnick se dejó llevar por los impulsos y alargó los pulgares hacia su rostro para quitar las gotas de lágrimas saladas de sus mejillas, sobre la piel suave. Entonces, Annie le miró fijamente, de nuevo, y Finnick observó que era una niña, después de todo. Seguía siendo una niña a la que estaban obligando a comportarse como una adulta.
-      Quiero irme a casa – susurró Annie, casi en un suspiro.
Y se dejó caer en el hombro de Finnick, sollozando de nuevo. Finnick la envolvió con los brazos, inseguro acerca de si eso era lo correcto, y dejó que ella se acomodase en su regazo. Olía a mar. Incluso después de tantos baños con diferentes aromas, Annie seguía conservando su hogar en ella misma. Y Finnick se dio cuenta de que él también lo echaba de menos.
-      Yo también quiero irme a casa, Annie.
Se quedaron así, abrazados, hasta que Annie se calmó. Entonces, se separó lentamente de él, con una media sonrisa avergonzada en los labios y los ojos hinchados.
-      Siento esto – se disculpó.
-      Tranquila, Annie – dijo Finnick, apartando los restos de lágrimas de sus mejillas -. Tenías demasiadas cosas acumuladas. A veces está bien llorar para vaciarte.
Finnick apoyó su mano derecha sobre la de la muchacha y entrelazó sus dedos, dándole un suave apretón. Annie no dejaba de mirar sus manos unidas. Entonces, levantó la mirada hacia Finnick, de nuevo hacia sus ojos.
-      Gracias.
Finnick no sabía por qué no podía hablar. Quizá había sido el tono con el que lo había dicho, porque no estaba muy seguro de si se refería a ‘gracias por ayudarme a ganar esto’ o ‘gracias por darme consuelo ahora’. Fuese como fuese, había algo en esa palabra que le había llegado muy adentro. Algo escondido. Y Finnick no fue capaz de hablar más. Simplemente le dio otro apretón en los dedos y una media sonrisa.
Annie se limpió los ojos con la manga de la blusa, intentando aparentar normalidad. Cogió las zapatillas que tenía en el suelo y se marchó, no sin antes dedicarle una mirada de complicidad a Finnick.
Cuando Annie hubo salido, toda la tensión que amenazaba a Finnick se agolpó sobre él, hundiéndolo.
‘Egoísta’.
‘Culpable’.
‘Traidor’.
‘Eres un mal mentor, nunca debiste hacer esto’.
Sin embargo, cuando Finnick cayó, derrotado, sobre los cojines del sillón, una voz se irguió sobre todas las demás, aplacándolas: ‘Quiero irme a casa’.
Y una parte de su subconsciente, una parte mínima que estaba casi intacta a la tensión y las emociones, formuló una promesa.
Al final, conseguiría devolver a Annie a su casa.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Capítulo 10. 'El secreto de Annie'.

Annie estaba nerviosa. Nerviosa realmente, como nunca lo había estado en su vida. Aunque quizás era más inseguridad que nervios. Annie no podía saberlo. Se limitaba a frotarse las manos, los nudillos, las rodillas. Buscaba la mirada de Kit para tranquilizarse, pero él estaba tan absorto en la pantalla como ella. En una ocasión, sus ojos asustados se toparon con los ojos en calma de Finnick, que sonreían afablemente, dándole ánimo. Pero nada de eso conseguía calmarla.
Los días anteriores habían pasado demasiado rápido para su gusto. Los entrenamientos habían sido lo suficientemente satisfactorios, tanto para Kit como para ella. Ambos habían aprendido cosas nuevas, incluso cosas el uno del otro. Annie estaba segura de que podría matar a alguien con una lanza, siempre y cuando ese alguien estuviese a un metro de distancia. Pero las dificultades habían aparecido cuando llegaron las sesiones privadas con los Vigilantes. Annie había sentido miles de nervios al entrar ahí, después de Kit, sin saber exactamente qué hacer. Se había dirigido al puesto de nudos, se había hecho con unas sogas y había hecho varios nudos como trampas. Los Vigilantes no estaban los suficientemente borrachos, así que le prestaron una atención suficiente. Cuando acabó las trampas, cogió una de las bolas para lanzar peso y las acercó a las trampas, activándolas. Los Vigilantes asintieron satisfechos, y Annie se creció. Cogió un par de cuchillos, rompiendo dos sacos con ellos y atravesando uno de ellos con una lanza. Al final, cuando los Vigilantes le pidieron que se marchara, Annie salió absolutamente tranquila.
Todo lo contrario a cómo estaba ahora. Estaban todos sentados en el salón de su piso, en los grandes sofás azules, esperando las puntuaciones. Y los nervios y la tensión eran los protagonistas.
Tanto Annie como Kit habían salido de la sala de entrenamiento contentos, seguros de que su prueba había sido buena. Pero ya no estaban tan seguros.
-      Vamos, Annie – animó Yaden, al notar el temblor de la chica -. Seguro que consigues buena nota.
-      Lo hicisteis bien – añade Finnick -. Ellos observan bien a los distritos profesionales.
Annie agachó la cabeza. No podría soportar ver decepción en los ojos de Finnick. Sería algo demasiado duro, saber que ella no había cumplido con sus expectativas.
De repente, la pantalla de la televisión se encendió, y Claudius Templesmith apareció en pantalla, solo para presentar el vídeo.
-      Queridos habitantes de Panem – comenzó, con voz chillona – Nuestros tributos se han sometido a las pruebas frente a la meticulosa vista de los Vigilantes, que han evaluado su destreza, sus habilidades, su ingenio. Las notas que ellos saquen en esta prueba son un gran aliciente para que los patrocinadores comiencen a apostar. Así que, sin más dilación, procedamos con las puntuaciones.
El estómago de Annie se subió a su garganta. Sentía los nervios a flor de piel, los poros supurando tensión. ‘Que no sea mala nota, que no sea mala nota’.
A continuación, salió la foto del chico del distrito 1. Alto, fuerte, con enormes brazos y hombros musculosos. De piel morena y penetrantes ojos oscuros. Un diez.
Annie se quedó muda. Un diez. ¿Cómo haría para superar algo tan increíble como un diez? Apenas prestó atención a la chica, que sacó una nota similar, aunque mucho más baja. También el dos, en el que el chico rubio y guapo consiguió un nueve. El distrito 3 pasó sin mucho entusiasmo, una nota un tanto mediocre para ambos. Entonces, llegó el turno del cuatro. La imagen de Kit apareció en pantalla. Annie tenía que admitir que, en esa foto, Kit parecía mucho más fuerte, mucho más invencible de lo que era en realidad. El traje del entrenamiento se apretaba contra los músculos delgados, haciéndolos más grandes de lo que eran. Entonces, la puntuación apareció a su lado.
Un siete.
La sala estalló en aplausos. Un siete era una nota que superaba lo mediocre, pero no llegaba a ser algo extraordinario. Aún así, Finnick sabría trabajar con un siete, o eso era lo que Annie pensaba. Le devolvió la sonrisa a Kit y miró hacia la pantalla.
Annie Cresta. Se vio a sí misma, pequeña, seria, con la piel pálida y el pelo suelto, ondulado a ambos lados de la cara. Annie escondió la cabeza entre mechones de su pelo, pero no pudo evitar captar por el rabillo del ojo cómo Finnick no apartaba la vista de ella. De repente, toda la habitación estalló de nuevo en aplausos. Annie alzó la cabeza y vio un ocho perfectamente definido junto a su cuerpo. ¿Un ocho? No se lo podía creer. Finnick llegó hasta ella y la levantó del sofá para darle un abrazo sincero. Y Annie se dejó caer en él. ¡Un ocho!
-      Quizá les encantasen tus trucos con las sogas – susurró Finnick en su oreja.
Annie sonrió y se separó de él. Era una de las pocas personas a las que Annie podía mirar a los ojos sin sentirse intimidada. Puede que fuese su color, el color verde del mar en calma. La muchacha se dejó abrazar por Yaden, que gritaba acerca del traje que llevaría en la entrevista, y por Carrie, que le dio un abrazo maternal. Tanto Kit como Radis se mostraban recelosos, y, de hecho, el abrazo de Radis fue solo un contacto frío, más aún cuando susurró un ‘enhorabuena’ entre dientes. Annie pudo asegurar que no dejaba de echarle miradas reprobatorias a Finnick, que sonreía a la muchacha. Finalmente, fue Kit el que se acercó a ella, y los dos se quedaron helados.
-      Felicidades – sonrió Kit, tendiéndole la mano.
Annie notaba que era una sonrisa fingida, pero, aun así, le respondió con la misma sonrisa. No hubo otro contacto entre ellos. Antes de salir del comedor, lo único que Annie pudo percibir fue que Finnick Odair la seguía con la mirada, serio esta vez. Y Annie no se sentía incómoda, lo que resultaba extraño.
Esa noche, Annie se quedó despierta hasta la madrugada, sin poder conciliar el sueño. Se acercaban los Juegos, se acercaba la Arena. Había conseguido un ocho, pero, ¿hasta qué punto era bueno eso? Podía significar aliados en el estadio, pero ella se negaba a formar parte de la misma piña que el chico del distrito 1. Podría significar más patrocinadores, lo cual era bueno, pero, ¿servirían de algo si no conseguía salir de la Cornucopia? Podría significar un inmenso odio de los profesionales hacia ella, por haber superado, por ejemplo, a la chica del distrito 2 y haber sacado  la misma nota que la chica del 1. O podría significar… victoria. Annie no podía saberlo. Así que, cuando las sábanas de la cama empezaron a asfixiarla, salió al pasillo.
Su piso tenía, en el salón, una enorme pared llena de cristales que dejaban ver la gran ciudad del Capitolio. Todas y cada una de sus maravillas. Porque el Capitolio era bello, aunque era una belleza letal, porque Annie sabía que todos y cada uno de los habitantes de esa ciudad estaban enviándola a una muerte segura. Y eso la repugnaba.
Annie se sentó junto al ventanal, observando, perdida en sus pensamientos. Quedaba muy poco tiempo. Poco tiempo para estar viva.
-      ¿Annie?
Annie se giró para ver a un Finnick Odair adormilado, con una camiseta gris sin mangas y unos pantalones de pijama oscuros que colgaban de sus caderas de una manera provocativa. Sus pies desnudos estaban pegados al suelo, inmóviles. Igual que él.
-      No podía dormir – se excusó Annie.
-      Tampoco yo – Finnick se acercó a ella -. ¿Puedo sentarme?
La chica asintió. Finnick se sentó a su lado, cruzándose de piernas. Ninguno habló durante unos minutos, hasta que, finalmente, él rompió el silencio.
-      ¿Estás tranquila?
Annie miró al chico. Tenía el pelo cobrizo alborotado, con los mechones desperdigados, y aún así seguía pareciendo recién peinado para una entrevista.
-      Queda tan poco tiempo…
-      Lo sé, Annie – suspiró él -. Lo sé.
Annie se estremeció y se apretó más la fina chaqueta contra su piel.
-      Echas de menos tu casa, ¿verdad? – dijo entonces el chico.
Annie cerró los ojos y se permitió recordar. Su madre, con sus problemas de corazón, tan frágil ante los impulsos fuertes. Recordó cómo se había desmayado el día de la cosecha y se estremeció de miedo. Y se permitió pensar en su playa. En la seguridad de las cuevas, metidas dentro de los acantilados. En la espuma del mar, en el color verde del agua… Tan verde como los ojos de Finnick.
-      ¿La echas de menos tú? – contraatacó ella.
-      No queda mucho que echar de menos, en realidad – admitió él, con un suspiro -. Mi padre murió hace un par de años. Apenas piso mi casa. Estoy todo el día aquí. Y, aún así, el distrito 4 no ha dejado de ser mi hogar.
Annie volvió a acordarse de su madre enferma y su playa. Ese era su verdadero hogar. O, al menos, el lugar que ella sentía solo suyo.
-      También para mí lo es – susurró Annie -. Las playas… mi playa.
-      ¿Tu playa?
Finnick levantó las cejas, inquisitivo. Annie se quedó muda. ¿Por qué había dicho eso? ¡Nadie debía saber sobre su playa! ¡Era suya! ¡Solamente suya!
-      Olvídalo.
Pero, de repente, una sugerencia, una duda, incluso un temor, asaltó a su cabeza. Ella siempre había querido ser enterrada en su playa cuando falleciera. Si ella moría en la Arena sin decirle nada a nadie sobre ese detalle… ¿Dónde sería enterrada? ¿En el cementerio del distrito, allí donde todos iban a parar, tan lejos de su hogar? Entonces, algo le dijo que tenía que decírselo a alguien. Y ese alguien era Finnick Odair.
-      Hay una… playita – comenzó ella -. Justo detrás de la Aldea de los Vencedores. La entrada es una pequeña cueva. Tienes que andar hacia abajo unos minutos, pero esa playa… es mi hogar.
Annie intentó que esas palabras transmitieran algo como ‘es solo mía’, y lo consiguió, porque Finnick levantó las manos en señal de disculpa.
-      Entiendo… - murmuró él -. ¿Y nadie sabe de ella?
-      Sí, saben que existe, pero no saben cómo entrar. Por eso es especial. Porque solo yo sé cómo estar ahí.
 Finnick se rascó la nuca con el pulgar, mirándola con el ceño fruncido.
-      ¿Me llevarás algún día?
Annie sintió pánico al principio ante esa proposición. ¿Llevar a alguien más a su playa? ¡Era solo suya! Pero, entonces descubrió la promesa implícita que esa pregunta tenía: Finnick estaba asegurando que ella iba a volver a casa. Finnick iba a devolverla a su playa.
Annie, sorprendida de nuevo, negó con la cabeza.
-      No creo que vaya a volver a verla, Finnick.
-      Te prometí que os iba a ayudar a ganar – bufó él.
-      No puedes sacar a los dos – negó Annie, de nuevo.
-      Pero puedo conseguir que el distrito 4 tenga, al menos, un vencedor. Y lo tendrá, Annie. Lo tendrá.
Annie agachó la cabeza. ¿Sería ella quien regresaría de la Arena? Miró a Finnick, que tenía la mirada perdida en la calle, al otro lado del cristal. Que uno regresase, significaría que el otro debía morir.
-      Lo que significará dejar morir al otro – dijo Annie, en voz alta.
-      Perder al otro. No voy a dejaros morir a ninguno de los dos. Procuraré que seáis lo más favorecidos. Procuraré que tengáis patrocinadores. Procuraré que estéis alimentados, calientes si hace frío, sanos y armados. Intentaré manteneros provistos de lo que necesitéis. Y, al final, uno volverá.
-      Solo uno.
-      Sí, solo uno. No puedo hacer más.
Ahora, Finnick parecía enfadado de verdad. Annie sabía que, si Kit vivía, sería porque ella habría muerto en la Arena. Y no quería morir, obviamente. Pero le parecía egoísta que, al final, solo uno de los dos pudiera salir. Que, al final, Finnick solo lograse sacar a uno. Y, aunque, en su fuero interno, Annie prefiriese ser ella, empezaba a creer que Finnick iba a ser egoísta e iba a hacer todo lo posible porque ella sobreviviera. Lo que significaría dejar morir a Kit.
-      Me voy a la cama – concluyó Annie, levantándose rápidamente.
Finnick se levantó de un salto y se colocó junto a ella. Era alto, muy alto. Annie se tambaleó y se sujetó a su camiseta. Él se puso tenso.
-      Buenas noches, Annie – dijo, y se separó de ella sin mirarla.
‘Oh, genial’, pensó ella. ‘Ahora mi mentor me odia’.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Capítulo 9. 'Habitación número 14'.

Finnick volvió a marcar el número, mirando desesperado la pantalla que indicaba que estaba intentando comunicarse. Sin embargo, como tantas veces a lo largo de ese día, la conexión no se estableció. Colgó el teléfono con furia y se dirigió al Centro de Entrenamiento. A su paso, la gente se giraba, con admiración y deseo, pero a él no le afectaba. Hacía tiempo que no lo hacía. Y no era soberbia, ni ego, sino costumbre. Sabía el efecto que ejercía sobre la gente, y sabía que, de entre aquellas miles de personas que lo deseaban, solo unas pocas podrían llegar hasta él. Y hacía falta mucho camino para conseguirlo.
Los Vigilantes de la puerta dejaron entrar a Finnick con respeto. Siempre le tenían respeto a los tributos vencedores, así que Finnick tampoco se molestó en saludarlos. Furioso, subió hasta su piso y se metió en la habitación, dando un portazo.
Llevaba todo el día intentando contactar con Mags. Necesitaba consejo, necesitaba alguien que escuchase sus dudas, necesitaba a alguien que lo quisiera de verdad, y solo ella podía hacer eso. Desde que él había sido elegido para ir a los Juegos, ella había sido como una madre. Y no le había abandonado. Entendía a Finnick como nadie lo había hecho nunca, pues ella, tras ganar los Juegos, también había sido vendida para los ciudadanos del Capitolio.
De repente, sin avisar, alguien abrió la puerta de su habitación. Se trataba de un avox, pálido y rubio, con una bandeja en la que llevaba un sobre. Finnick se vio a sí mismo reflejado en la bandeja y observó como su rostro se volvía blanco como el marfil. Sabía lo que significaba ese sobre blanco impoluto, con el signo del Capitolio grabado sobre cera roja.
Cogió y el sobre y, tras dejar que el avox se marchase, se sentó en el suelo apoyado sobre la puerta, con el sobre entre las temblorosas manos. Dio vueltas y vueltas al papel hasta que, al final, reunió el valor suficiente para abrirlo.
Reconoció la misma letra curva del Presidente Snow, escrita con sumo cuidado y sin errores.

 Esta noche. Edificio de Swan. Habitación número 14. 01:15 de la noche. Fdo: Coriolanus Snow.

 Finnick tragó saliva y metió de nuevo el papel en el sobre. Acto seguido, lo escondió debajo del colchón y se quitó la ropa, poniéndose algo más formal. Sabía que al presidente le gustaba así, como si fuese a una entrevista al Show de Caesar Flickerman. Pantalones grises, camisa roja, chaqueta gris, a juego con los pantalones. Chaleco negro, corbata gris. Se peinó el pelo y miró el reloj, que marcaba las diez en punto de la noche. Era temprano aún para cambiarse, pero prefería estar vestido ya. Así que, echándose agua sobre los ojos, salió de la habitación, directo al comedor.
Cuando llegó, todos estaban ya allí. Radis abrió la boca, dejando al aire sus colmillos afilados, y lo observó de arriba abajo, embobada. Kit apenas le prestó atención, pero sí que reparó en que estaba más arreglado. Carrie y Yaden se pusieron a alardear sobre su belleza y su estilo para vestir, pero la mirada que más lo inquietaba era la de Annie. Le miraba como si fuese la cosa más extraña del mundo, con una mueca que no era capaz de descifrar, pero había en sus ojos algo que le decía que le había gustado. Y Finnick sonrió para sí, sin saber por qué.
-      U… únete a nosotros, Finnick – dijo Radis, señalando el hueco libre a su derecha.
Finnick tomó asiento y dejó que los avox le sirviesen la comida. Radis no dejaba de mirarlo, embobada con él, y Finnick decidió comenzar a hablar para romper el hielo.
-      ¿Qué tal hoy? – preguntó, mirando a los chicos.
Kit levantó la cabeza. Estaba más serio y tenía un moretón rojizo en la mejilla, pero nada que el maquillaje no pudiese tapar.
-      Bien – respondió el chico. Y no dijo nada más.
-      ¿Qué pasa, Kit? – gruñó Finnick, asombrado ante la brusca contestación del chico.
-      Tengo que estar concentrado. No hay tiempo para reírse.
Finnick levantó una ceja e, ignorando el suspiro de Radis, miró a Annie, pero ella parecía tan sorprendida como él. Miraba a su compañero con una mezcla de rabia y asombro en la mirada, pero Finnick no estaba seguro de conocerla tan bien como para saberlo.
-      Maldita sea, Kit – susurró Annie, tirando la servilleta de tela a la mesa.
El muchacho la miró, con el ceño fruncido, y ella le devolvió la misma mirada. Finnick no podía estar más asombrado.
-      ¿Qué? – inquirió Kit, molesto.
-      ¿No eras tú el de ‘no quiero pasarme mis últimos días amargado’? – reprendió ella, cruzándose de brazos.
-      Tampoco quiero entrar a morir ahí dentro.
-      Es a lo que has venido – interrumpió Finnick.
El chico se giró, enfadado.
-      ¿Cómo?
-      Todos vais a entrar ahí para morir y matar. Solo uno vence, Kit. Tienes que proponerte vencer, pero echamos de menos al Kit de esta mañana.
-      Sí – añadió Annie, sin apartar la mirada de su compañero.
Él se rascó la nuca, revolviendo su pelo, y se levantó, dejando su plato a medias.
-      Quiero estar solo.
Y Kit se marchó. Toda la mesa se quedó en silencio, y la tensión que había dejado la marcha de Kit podía tocarse. Annie soltó un bufido y se levantó también, dejando a Finnick con Radis y los dos diseñadores. Finnick se sintió como si estuviese de nuevo en la Arena, asustado y frustrado, sin ningún arma para atacar. Recordaba que, hasta que le habían dado el tridente, se había sentido así, escondido mientras construía su red. Se sentía inútil.
-      No puedo con esto – confesó, frustrado.
Se frotó los ojos con los puños, apoyando los codos en la mesa. Escuchó a Radis levantarse y, poco después, la tenía justo detrás de él, masajeándole los hombros.
-      No te preocupes, Finnick. Si no te sale bien este año, siempre puedes esperar al siguiente.
Finnick se levantó bruscamente y sujetó con fuerza las manos de Radis, clavándole los dedos y mirándola con rabia.
-      Ellos son humanos, Radis. No son juguetes que se puedan cambiar.
La mujer parecía asustada ante su reacción y cuando Finnick la soltó, se frotó las muñecas sin dejar de mirarlo con temor en los ojos. El muchacho se disculpó, sentándose de nuevo en la mesa. Carrie le cogió la mano, dándole un  suave apretón para infundirle algo de ánimo, pero él no podía sentirse bien viendo cómo su labor como mentor fracasaba. Necesitaba hablar con Mags.
Miró la comida que tenía frente a él, pero no se sentía con más hambre. Se levantó y siguió el camino que habían seguido los dos tributos. Pasó por delante de la habitación de Annie, cerrada a cal y canto, y se propuso abrir la puerta, pero no sabía si le gustaría su visita. Quizá podía hablar con Kit, pero él necesitaba soledad. Así que, se metió en su habitación, se quitó toda la ropa y se metió en la ducha. Los embriagadores olores de los geles que tenía llenaron sus poros, y se permitió dormir un rato, relajado entre el agua y la espuma. Cuando despertó, sus dedos estaban arrugados, y, aunque el agua seguía tibia, sentía frío. Salió, se secó el cuerpo y el pelo, y volvió a ponerse la ropa, bajo una chaqueta con capucha que le ocultase el rostro. Miró el reloj. Eran las doce, aún le faltaba una hora y media, pero le gustaba ser puntual, así que salió de la habitación y bajó hasta la planta baja del edificio.
Los Vigilantes, de nuevo, le dejaron pasar. Aún quedaba gente en la calle, haciendo apuestas sobre los tributos, recordando Juegos anteriores. Sin embargo, él caminaba al margen de todo eso, oculto bajo la sudadera, por lo que nadie reparaba en él.
Sabía dónde estaba el Edificio Swan. Se trataba de una casa, una mansión, más bien, donde Snow organizaba las citas con los tributos. Era una enorme casa, con enormes habitaciones, llenas de enormes muebles. Snow había ofrecido esa casa para sus… ‘negocios’. Y Finnick, a pesar de lo muy acogedor que pudiese resultar el lugar, lo encontraba de lo más odioso.
Cuando llegó, se dio cuenta, sin apenas sorprenderse, de que no estaba solo. Obviamente, había más tributos allí que había llegado para complacer a Snow y a sus clientes. Finnick reconoció a Enobaria, del distrito 2, que se encontraba sentada en un sillón con un hombre de pelo verde al que no dejaba de sonreír con sus dientes afilados. Vio a Gloss, un chico guapo del distrito 1, rubio, que entraba en una habitación junto a dos chicas gemelas con las pestañas exageradamente largas. Finnick sabía que eso era siempre así. Sin embargo, él no buscó a nadie, sino que se dirigió directamente a la habitación número 14, situada en un estrecho pasillo lleno de cuadros. Abrió la puerta y entró.
La habitación estaba vacía, solo ocupada por una enorme cama redonda de sábanas negras y una lámpara alta con una provocadora luz roja. Finnick escondió la chaqueta debajo de la cama y se sentó, alisándose el traje. Tenía que estar impecable. Por suerte, no tuvo que esperar mucho, porque su cliente llegó de inmediato. Se trataba de una chica joven, de unos veinte, veintidós años. Tenía el pelo negro como el carbón, con un flequillo que le cubría la frente. Los ojos, recubiertos con una sombra plateada, parecían muy pequeños, y los labios habían sido hinchados de una manera bastante poco acertada. Finnick se levantó y se dirigió hacia ella, forzando su mejor sonrisa.
-      Buenas noches – comenzó -. ¿Con quién tengo el placer de estar esta noche aquí?
-      Iris - contestó la chica, siseando -. Puedes llamarme Iris.
-      Iris, pues – sonrió Finnick.
Se tenía el papel aprendido. Cogió la mano de la chica y la llevó hasta la cama, donde se sentaron. Finnick se quitó la chaqueta gris y la dejó con cuidado colgada de uno de los enganches de la pared, y ayudó a la chica a quitarse la suya. Cuando estuvieron frente a frente, Finnick la obsequió con una de sus sonrisas más seductoras, tragando saliva.
-      ¿Qué quieres hacer? – preguntó.
-      ¿Qué quieres que haga? – inquirió Iris.
Y, ante la mirada de Finnick, se situó junto a él y empezó a quitarle la ropa, sin avisar. Primero le quitó el chaleco, la corbata. Desabotonó su camisa y, tras tirarla al suelo, acarició su pecho, rascándole con las uñas. Desabrochó su cinturón y sus pantalones y los bajó hasta el suelo. Luego, dejando al chico en calzoncillos, comenzó a desvestirse ella.
Finnick se dejó hacer en todo momento, sin rechistar. Cuando Iris se colocó sobre sus muslos, tan solo en ropa interior, Finnick dejó que ella le besara, y le devolvió el beso, porque, si no la complacía a ella, no complacía a Snow. Dejó que ella lo desnudase completamente, que lo metiese en la cama y, cuando una hora después, ella decidió que se acabó, él fue el primero en suspirar de alivio.
-      ¿Cuánto quieres? – inquirió Iris, acariciándole el pecho desnudo con una uña larga.
-      No quiero dinero – dijo Finnick, devolviéndole las caricias.
-      ¿Entonces? – Iris se levantó, apoyándose sobre un codo.
-      Cuéntame un secreto.
Porque así cobraba Finnick sus servicios. Con secretos. Sabía chismes de los que nadie había oído hablar, chismes que ponían en muy mala posición a algunos.
-      ¿Un secreto? – dijo Iris, sentándose. La sábana se deslizó por su cuerpo, dejando los pechos al descubierto. Finnick se sentó junto a ella -. ¿Algo sobre la hija del presidente?
Finnick abrió mucho los ojos. Conocía detalles sobre la vida de ciertas entidades importantes. Sabía, por ejemplo, que el mismo presidente había pedido a una antigua vencedora del distrito 2, para pasar la noche con ella y, al negarse ella, había matado a sus padres. Sabía que el hijo de Snow, Bartholomus, había sido infiel a su mujer con una pobre chica del distrito 11. Sabía que los miembros del Consejo del Presidente eran asesinados cuando planeaban algo que no agradaba al Presidente, o bien torturados y convertidos en avox. Los detalles sobre la vida de Snow le interesaban bastante.
-      ¿Por qué sobre la hija del presidente? – susurró Finnick.
-      Bueno, es con la que acabas de acostarte.
Finnick se apartó de ella, poniéndose una mano sobre la boca. La hija del presidente se llamaba Sophilia. ¿Acaso esa chica le había engañado? ‘Pues claro, idiota. Es la hija de Snow’.
-      Entonces, tú… ¿eres Sophilia? – inquirió Finnick, avergonzado.
-      No, tonto – rió la chica -. Yo soy Iris, la menor. Sophilia es mi hermana. Es sobre ella sobre la que voy a contarte un secreto.
Finnick suspiró y prestó atención.
Sophilia, como todo Panem sabía, se había casado con un miembro del Consejo del Presidente llamado Boris, un hombre extremadamente serio. La mujer, harta de que su marido no satisficiera sus apetitos sexuales, comenzó a hacer visitas por los distintos distritos, buscando alejarse de él. Entonces, en el distrito 1, encontró a un Jefe de los Agentes de la Paz, llamado Gilbert, con el que mantuvo una corta relación de lo más escandalosa, en el sentido de que ella puso en práctica técnicas sexuales de las que el hombre nunca había oído hablar. Y, después de acostarse con él, lo asesinó con veneno.
-      Ya sabes lo que dicen – añadió Iris, sonriendo -. El veneno es arma de mujer.
Finnick no pudo sonreír, intentando guardar todos los detalles para recordar la historia completa.
Al regresar al Capitolio, Sophilia se dio cuenta de que estaba embarazada, así que hizo creer a todo el mundo que el bebé que esperaba era de su marido. De modo que la nieta de Snow es, en realidad, una bastarda de un hombre muerto.
-      Mi padre lo sabe. Y nadie debería saberlo, porque pone en peligro su autoridad.
-      Entiendo… - murmuró Finnick, pensativo -. ¿Y por qué me lo cuentas, entonces?
-      Porque mi hermana es una zorra – concluyó Iris, saliendo de la cama.
Finnick observó cómo la chica se vestía. Antes de dejar la habitación, se acercó a él y le dio un beso pasional, mordiéndole el labio con tanta fuerza que Finnick sintió el gusto de su propia sangre en la boca.
-      Agradece que no sea Sophilia, Finnick Odair – susurró Iris Snow, y salió de la habitación.
Finnick salió de la cama y comenzó a vestirse, pensando. Ahora tenía un arma poderosa contra Snow. Tenía un secreto que usar contra él. Pero no lo haría. No hasta que no fuera el momento oportuno.